La dejé cuando supe que amaba el invierno.
A cualquiera le
hubiera parecido una mala razón, o una exageración de mi parte. Pero no
lamento haberlo hecho. No, no es una excusa, esa es la verdadera razón.
Aunque se podría decir que fue una puerta que se abrió revelando
detalles de su personalidad que yo hasta entonces desconocía, o no
tomaba en cuenta en su verdadera dimensión, y que la separaron
irremediablemente de mí.
No la juzgo ni la condeno. Sé qué,
aunque cueste creerlo, mucha gente siente afecto por esa estación, pero
no es la clase de gente con la que quiero pasar mi vida. Salvo casos
excepcionales, pero enseguida entendí que no era el de ella.
Habíamos
estado juntos un tiempo cuando me hizo esa odiosa confesión. Nos
habíamos conocido hacia el final de la primavera y habíamos estado
saliendo desde entonces hasta principios de julio. Durante el verano la
escuché quejarse varias veces del calor pero, aunque un poco enérgica en
sus quejas, llegando incluso a un lenguaje algo vulgar, no le di
demasiada importancia. Pensé que se trataba de algo normal, y no de algo
semejante. Si hubiera imaginado lo que en realidad sucedía, no
hubiéramos seguido juntos los meses siguientes.
Sé que tanto ella
como yo fuimos sinceros y no ocultamos al otro nuestras personalidades.
Parecíamos pensar de la misma forma en muchas cosas y teníamos
aficiones en común, pero casi siempre en el ámbito de lo cultural.
Recién la mañana en que me dijo que amaba el invierno supe lo distintos
que éramos, al punto de no querer estar más con ella.
Ese día yo
no tenía que trabajar, debido a que se habían suspendido las clases por
no sé qué motivo en la escuela en la que enseñaba. Ella, que con sus
veinticuatro años nunca había trabajado, estaba más o menos libre de sus
estudios y quiso ir a comprar un libro medio raro en una librería
especializada en Belgrano. Me levanté temprano, a eso de las seis y
media, y la pasé a buscar por su casa de Devoto. El primer rato juntos
fue normal, sin ningún indicio de lo que pasaría después. Cuando subimos
al colectivo, enseguida empezó a hacer comentarios sobre el tiempo,
pero no pensé que iban a desembocar en esa desafortunada frase que me
desengañó totalmente de ella.
"Amo el invierno".
El ver
sus labios, que tan hermosos me habían parecido desde siempre,
pronunciando esa frase, hizo que se me helara la sangre. Creo que debo
haber tenido la misma sensación que sufren los personajes de las novelas
fantásticas cuando descubren que el ser amado se convirtió en un
poseído o en un no muerto.
Siguió hablando de otros temas durante
varios minutos, como sin darle importancia a lo que había dicho, pero
yo ya no la escuchaba. Sé que suena descortés, pero en lo único en lo
que pensaba era en tocar el timbre y, sin decirle ni una palabra,
bajarme del colectivo, alejarme de ella y no verla nunca más.
Pero no lo hice. A pesar de todo el rechazo que ahora sentía por ella, me comporté como un caballero y enfrenté la situación.
"No
quiero que nos veamos más." La interrumpí cuando me hablaba de no sé
qué filósofo alemán que había escrito no sé qué libro idiota que
expresaba que la vida no tenía sentido y que el suicidio era el único
acto de grandeza moral del que era capaz el ser humano.
Me miró
paralizada un momento. Se río. Lloriqueó. Me preguntó si lo decía en
serio. Me preguntó qué me pasaba. Y empezó a los gritos. Me dijo que
seguro la engañaba, que era un salvaje, además de un montón de insultos,
y luego se quedó en silencio mirándome con tristeza.
Sin hablar,
le hice señales para que bajáramos del colectivo y caminamos hasta una
plaza, donde me senté en un banco y esperé que ella hiciera lo mismo.
Mientras se frotaba un brazo para calentarse, me dijo si podíamos hablar
en otro lugar y nos fuimos a un Café Martínez que averigüé que había a
dos cuadras de ahí.
Antes de que dijera nada, se lo dije. Le
expliqué que no podía estar con alguien que decía amar el invierno y me
preguntó si la estaba cargando. Empezó a los gritos, me trató de
mentiroso y me diagnosticó tres o cuatro patologías psicológicas.
Le pedí que se calmara y, cuando más o menos lo hizo, le dije las siguientes palabras:
-Vos
me decís que amás el invierno, y pretendés que haga como si nada
hubiera pasado. Es demasiado. No, no creas que es una excusa. Sabés que
yo te busqué a vos y que mientras estuvimos juntos siempre te demostré
lo importante que eras para mí. Pero estaba equivocado. Lamento si te
duele escucharlo, pero es la verdad. A mí también me dolió mucho eso que
dijiste hace un rato, pero ya no se puede borrar.
Cuando yo digo
que amo el verano, digo que amo el sol. Que amo sentir el contacto del
aire en la piel, el gusto a agua salada en la boca, la arena rasposa en
las plantas de los pies. Digo que amo caminar kilómetros por la playa y
acostarme escuchando el ruido del mar, con el cuerpo cansado de haber
corrido y nadado y con las mejillas y los hombros ardiendo con el calor
del sol que todavía se mantiene en mi piel por la noche.
Cuando
vos decís que amás el invierno, no me estás hablando de amor. Me estás
hablando de miedo. No amás respirar el frío limpiando tus pulmones por
la mañana, no amás el cielo claro de la noche, el color gris de las
calles o los árboles deshojados. No amás el desafío de salir al mundo
moviéndote con los elementos en tu contra.
Amás tu resguardo,
amás tu casa calefaccionada, tus libros nihilistas que te hacen sentir
mejor que los demás por decir que nada tiene sentido, tus masas finas de
panadería en cada merienda, los cuidados de tu familia que no te deja
conocer el mundo.
Admiro a la gente que realmente ama el
invierno, porque son personas excepcionales. Pero son los que aman la
parte de la vida que transcurre en esa estación, que es una parte
difícil. Es la gente que toma la vida como un desafío, que no se cree
intelectualmente superior como vos, pero que intenta superarse todo el
tiempo y ve en la dificultad una forma de aprendizaje.
Son los
campesinos, los aventureros, los que practican supervivencia o deportes
extremos. La gente que ama tanto la vida que es capaz de exprimir la
savia de todas las estaciones. Vos sos todo lo contrario, y eso es lo
que no estoy dispuesto a aceptar. Vos preferís guardarte en tus libros y
caminar por tu alfombra europea, antes que salir al mundo y correr
riesgos. Te burlás de la gente que sigue los partidos de fútbol porque
te parece algo primitivo. Ojalá fueras más primitiva. El hombre
primitivo, el ser humano, tiende hacia la vida, hacia la supervivencia,
pero más que eso. Tiende hacia el crecimiento y la novedad.
Vos
vivís enfocada en la muerte. En los riesgos que tiene el mundo fuera de
tus libros y en las razones que tienen esos frustrados filósofos
alemanes o rusos que léés para rechazar tener una vida. Por eso no puedo
seguir con vos. Por eso no puedo soportar que me digas una frase como
la que me dijiste hoy. Porque soy primitivo. Porque amo la vida, el sol y
el calor, y la mugre, y el cansancio, y hasta el frío, pero no de la
misma manera que vos decís amarlo. Amo todo lo que encierra ese sentido
que tus filósofos nunca van a encontrar en la tinta importada de sus
lapiceras.
No me contestó una palabra. Sabía que tenía razón.
Escuchó mis razones y las entendió perfectamente, porque teníamos una
manera muy parecida de razonar y de expresarnos. En su cara vi que no
iba a volver a buscarme. Así como entendió que yo decía la verdad,
también supe que no estaba dispuesta a cambiar.
Todavía hoy,
después de varios años, me acuerdo de ella. No tanto porque la extrañe,
sino porque quisiera saber que ya no es así, que cambió, que dejó su
amor al invierno y su enclaustramiento intelectual para vivir una vida
sin miedo.
Antes de ayer, un amigo me dijo que creyó haberla visto pescando descalza en la costanera. Ojalá sea cierto.
Me haría muy feliz saber que eligió vivir.
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