miércoles, 23 de julio de 2014

XLVII

La dejé cuando supe que amaba el invierno.

A cualquiera le hubiera parecido una mala razón, o una exageración de mi parte. Pero no lamento haberlo hecho. No, no es una excusa, esa es la verdadera razón. Aunque se podría decir que fue una puerta que se abrió revelando detalles de su personalidad que yo hasta entonces desconocía, o no tomaba en cuenta en su verdadera dimensión, y que la separaron irremediablemente de mí.

No la juzgo ni la condeno. Sé qué, aunque cueste creerlo, mucha gente siente afecto por esa estación, pero no es la clase de gente con la que quiero pasar mi vida. Salvo casos excepcionales, pero enseguida entendí que no era el de ella.

Habíamos estado juntos un tiempo cuando me hizo esa odiosa confesión. Nos habíamos conocido hacia el final de la primavera y habíamos estado saliendo desde entonces hasta principios de julio. Durante el verano la escuché quejarse varias veces del calor pero, aunque un poco enérgica en sus quejas, llegando incluso a un lenguaje algo vulgar, no le di demasiada importancia. Pensé que se trataba de algo normal, y no de algo semejante. Si hubiera imaginado lo que en realidad sucedía, no hubiéramos seguido juntos los meses siguientes.

Sé que tanto ella como yo fuimos sinceros y no ocultamos al otro nuestras personalidades. Parecíamos pensar de la misma forma en muchas cosas y teníamos aficiones en común, pero casi siempre en el ámbito de lo cultural. Recién la mañana en que me dijo que amaba el invierno supe lo distintos que éramos, al punto de no querer estar más con ella.

Ese día yo no tenía que trabajar, debido a que se habían suspendido las clases por no sé qué motivo en la escuela en la que enseñaba. Ella, que con sus veinticuatro años nunca había trabajado, estaba más o menos libre de sus estudios y quiso ir a comprar un libro medio raro en una librería especializada en Belgrano. Me levanté temprano, a eso de las seis y media, y la pasé a buscar por su casa de Devoto. El primer rato juntos fue normal, sin ningún indicio de lo que pasaría después. Cuando subimos al colectivo, enseguida empezó a hacer comentarios sobre el tiempo, pero no pensé que iban a desembocar en esa desafortunada frase que me desengañó totalmente de ella.

"Amo el invierno".

El ver sus labios, que tan hermosos me habían parecido desde siempre, pronunciando esa frase, hizo que se me helara la sangre. Creo que debo haber tenido la misma sensación que sufren los personajes de las novelas fantásticas cuando descubren que el ser amado se convirtió en un poseído o en un no muerto.

Siguió hablando de otros temas durante varios minutos, como sin darle importancia a lo que había dicho, pero yo ya no la escuchaba. Sé que suena descortés, pero en lo único en lo que pensaba era en tocar el timbre y, sin decirle ni una palabra, bajarme del colectivo, alejarme de ella y no verla nunca más.

Pero no lo hice. A pesar de todo el rechazo que ahora sentía por ella, me comporté como un caballero y enfrenté la situación.

"No quiero que nos veamos más." La interrumpí cuando me hablaba de no sé qué filósofo alemán que había escrito no sé qué libro idiota que expresaba que la vida no tenía sentido y que el suicidio era el único acto de grandeza moral del que era capaz el ser humano.

Me miró paralizada un momento. Se río. Lloriqueó. Me preguntó si lo decía en serio. Me preguntó qué me pasaba. Y empezó a los gritos. Me dijo que seguro la engañaba, que era un salvaje, además de un montón de insultos, y luego se quedó en silencio mirándome con tristeza.

Sin hablar, le hice señales para que bajáramos del colectivo y caminamos hasta una plaza, donde me senté en un banco y esperé que ella hiciera lo mismo. Mientras se frotaba un brazo para calentarse, me dijo si podíamos hablar en otro lugar y nos fuimos a un Café Martínez que averigüé que había a dos cuadras de ahí.

Antes de que dijera nada, se lo dije. Le expliqué que no podía estar con alguien que decía amar el invierno y me preguntó si la estaba cargando. Empezó a los gritos, me trató de mentiroso y me diagnosticó tres o cuatro patologías psicológicas.

Le pedí que se calmara y, cuando más o menos lo hizo, le dije las siguientes palabras:

-Vos me decís que amás el invierno, y pretendés que haga como si nada hubiera pasado. Es demasiado. No, no creas que es una excusa. Sabés que yo te busqué a vos y que mientras estuvimos juntos siempre te demostré lo importante que eras para mí. Pero estaba equivocado. Lamento si te duele escucharlo, pero es la verdad. A mí también me dolió mucho eso que dijiste hace un rato, pero ya no se puede borrar.

Cuando yo digo que amo el verano, digo que amo el sol. Que amo sentir el contacto del aire en la piel, el gusto a agua salada en la boca, la arena rasposa en las plantas de los pies. Digo que amo caminar kilómetros por la playa y acostarme escuchando el ruido del mar, con el cuerpo cansado de haber corrido y nadado y con las mejillas y los hombros ardiendo con el calor del sol que todavía se mantiene en mi piel por la noche.

Cuando vos decís que amás el invierno, no me estás hablando de amor. Me estás hablando de miedo. No amás respirar el frío limpiando tus pulmones por la mañana, no amás el cielo claro de la noche, el color gris de las calles o los árboles deshojados. No amás el desafío de salir al mundo moviéndote con los elementos en tu contra.

Amás tu resguardo, amás tu casa calefaccionada, tus libros nihilistas que te hacen sentir mejor que los demás por decir que nada tiene sentido, tus masas finas de panadería en cada merienda, los cuidados de tu familia que no te deja conocer el mundo.

Admiro a la gente que realmente ama el invierno, porque son personas excepcionales. Pero son los que aman la parte de la vida que transcurre en esa estación, que es una parte difícil. Es la gente que toma la vida como un desafío, que no se cree intelectualmente superior como vos, pero que intenta superarse todo el tiempo y ve en la dificultad una forma de aprendizaje.

Son los campesinos, los aventureros, los que practican supervivencia o deportes extremos. La gente que ama tanto la vida que es capaz de exprimir la savia de todas las estaciones. Vos sos todo lo contrario, y eso es lo que no estoy dispuesto a aceptar. Vos preferís guardarte en tus libros y caminar por tu alfombra europea, antes que salir al mundo y correr riesgos. Te burlás de la gente que sigue los partidos de fútbol porque te parece algo primitivo. Ojalá fueras más primitiva. El hombre primitivo, el ser humano, tiende hacia la vida, hacia la supervivencia, pero más que eso. Tiende hacia el crecimiento y la novedad.

Vos vivís enfocada en la muerte. En los riesgos que tiene el mundo fuera de tus libros y en las razones que tienen esos frustrados filósofos alemanes o rusos que léés para rechazar tener una vida. Por eso no puedo seguir con vos. Por eso no puedo soportar que me digas una frase como la que me dijiste hoy. Porque soy primitivo. Porque amo la vida, el sol y el calor, y la mugre, y el cansancio, y hasta el frío, pero no de la misma manera que vos decís amarlo. Amo todo lo que encierra ese sentido que tus filósofos nunca van a encontrar en la tinta importada de sus lapiceras.

No me contestó una palabra. Sabía que tenía razón. Escuchó mis razones y las entendió perfectamente, porque teníamos una manera muy parecida de razonar y de expresarnos. En su cara vi que no iba a volver a buscarme. Así como entendió que yo decía la verdad, también supe que no estaba dispuesta a cambiar.

Todavía hoy, después de varios años, me acuerdo de ella. No tanto porque la extrañe, sino porque quisiera saber que ya no es así, que cambió, que dejó su amor al invierno y su enclaustramiento intelectual para vivir una vida sin miedo.

Antes de ayer, un amigo me dijo que creyó haberla visto pescando descalza en la costanera. Ojalá sea cierto.

Me haría muy feliz saber que eligió vivir.

XLVI

Que te sobren cien hojas de un cuaderno sin letras.
Que te fallen las rimas
(o que no quieras rimar).
Que no encuentres acordes,
ritmos,
melodías,
metáforas precisas,
imágenes.

O que pases treinta noches enteras sin soñar
que olvides los horarios y fallen tus alarmas.
Que no veas el cine que alaban los que saben,
o que dicen que saben.
Que te pierdas los discos que "tenés que escuchar".

Pero que no te falte reír todos los días,
el sol en las mejillas,
las rodillas con barro,
el gusto a agua salada en el aire
al costado del mar,
la lluvia,
la mañana,
la brisa que te traiga el perfume de un tilo,
el momento preciso de atrapar el presente,
de moldear con tus manos lo que es,
de rozar con tus dedos la sustancia del tiempo,
dar un paso adelante sólo para explorar.

Y contar con tus fuerzas como toda herramienta
y tener la certeza de quien sabe avanzar
sin contar las distancias,
sin temer descansar,
sin mirar la ventana imaginando mundos:
descolgando los mapas. Saliendo a caminar.

Que no esperes que nadie te rescate de vos,
de una cárcel que armes por querer escaparte.
Que tomes decisiones.
Que enfrentes el invierno, que respires su aire
y lo sepas amar.

Que no esperes la suerte,
o el momento preciso,
que sean tus acciones
mucho más que soñar.

Que caminen tus pies,
que se gasten tus suelas,
que tus manos construyan,
que te duela la carne
si dejás de intentar.

Pero que no te falte reír todos los días,
el sol en las mejillas,
las rodillas con barro,
el gusto a agua salada en el aire
al costado del mar,
la lluvia,
la mañana,
la brisa que te traiga el perfume de un tilo,
el momento preciso de atrapar el presente,
de moldear con tus manos lo que es,
de rozar con tus dedos la sustancia del tiempo,
dar un paso adelante sólo para explorar.

Y contar con tus fuerzas como toda herramienta
y tener la certeza de quien sabe avanzar
sin contar las distancias,
sin temer descansar,
sin mirar la ventana imaginando mundos:
descolgando los mapas. Saliendo a caminar.

XLV

Llegó a la puerta del consultorio pero se detuvo allí sin golpear. Sus manos adoloridas de tanto haber golpeado a su vecino la noche anterior se negaban a realizar un solo golpe más, aunque fuera a la puerta del doctor que podría curarlas.

Dio media vuelta y decidió acudir a las autoridades. Después de todo, su orgullo estaba más herido que su cuerpo y estaba seguro de que lo mejor era hacer la denuncia. Caminó las tres cuadras que lo separaban de la plaza principal, atravesó el césped ignorando involuntariamente el cartel que prohibía pisarlo, y se sentó a pensar en el banco despintado que estaba en la puerta de la comisaría.

Parecía sencillo. La denuncia era fácil de demostrar y así se libraría de su molesto agresor y aclararía haber actuado en legítima defensa, evitándose futuras complicaciones. Se miró las manos que casi sentía que se esforzaban en impedirle olvidar, debido al dolor constante, y volvió a analizar la situación. Sin duda haría la denuncia. No sería difícil demostrar que había sido él quién había escrito, con sus asquerosos dedos, ese inmerecido insulto en el parabrisas de su auto. Esas dos palabras que lo agraviaban de una forma tan horrible como inmerecida.

Sobre todo le molestaba la segunda: "sucio". Si algo no era él era sucio. El frente de su casa tenía poco tiempo para arreglarlo, pero más que algunas telarañas, nidos de pájaros y restos de comida no había. Y el auto, bueno. Sólo un poco de polvo en los vidrios, claro. Barro en las cubiertas, pero eso era inevitable. La mancha de sangre nunca supo cómo llegó allí, así que no iba a limpiarla.

Reflexionó un momento y pensó que sí, tal vez era algo sucio. Podía reconocer eso y darle la razón a su vecino en ese aspecto, pero aún no se arrepentía de haberlo golpeado. Era la primera palabra escrita en el parabrisas la que más lo injuriaba. La que hería su honor, la que lo calumniaba de una manera tan humillante como nunca lo habían hecho y que, se dijo a sí mismo, de ninguna manera merecía.

Enérgicamente se levantó del banco e ingresó a la comisaría a hacer la denuncia. Nunca, por ninguna razón, nadie más volvería a llamarlo de esa forma.

-Vengo a denunciar que escribieron la palabra buchón en el vidrio de mi auto.

XLIV

Noctámbulas gotas de lluvia juegan en la calle.
Pasaron la tarde durmiendo, esperando, guardando energías.
Al caer la noche (si es cierto que cae) bajaron con ella de un salto mortal.
Golpearon sus cuerpos diminutos y blandos. Chocaron con ritmo siempre irregular.

Vinieron de a cientas, de a miles, millones. Un número tan impreciso como real.
Golpearon las ramas, los techos, los autos, el asfalto, las cabezas, los paraguas.
Se escondieron entre las baldosas y se metieron dentro de algunos zapatos y zapatillas.

Algunas se quedaron aferradas a las hojas de los árboles.
Otras buscaron filtrarse por las venas de la ciudad, buscando llegar al río o, con algo de suerte, al mar.
Muchas ya duermen amontonadas, abrazadas como si tuvieran frío.

Están las que todavía juegan, saltando, chapoteando sobre sí mismas. Se cansaron de ser símbolo, metáfora. De ser siempre medio y nunca ser fin.De ser nombradas en canciones que no les pagan regalías que tampoco quieren ni necesitan.Y siguen bajando. Invadiendo jardines, casas, garages. Cancelando planes, doblegando espíritus. Haciendo y deshaciendo a su antojo. Desoyendo normas, pronósticos, leyes y estatutos. Cayendo. Bajando. Miles de millones. Millones. Mil. Una. Una. Una.

XLIII

Calle violeta.
Gotas de primavera:
jacarandáes.

XLII

Desapego, soltar, seguir adelante.
Palabras en boca de todos últimamente.
Frases hechas que dice la gente derrotada para aceptar lo inevitable.

Pienso que no es tan mala la falta de certezas, sino la necesidad de ellas.
Esa cobardía que es moneda corriente, que consiste en no arriesgar si existe el más mínimo riesgo de perder.

Con vos arriesgué, gané, perdí.
¿Todo pasa por una razón?

Mentira.

Pero viví. Vivimos. Fuimos felices.
Y yo sé que fue real.

Supongo que algún día podré volver a escuchar "el pibe de 
los astilleros".
Supongo que ante la certeza de que no puedo entender, sólo me queda aceptar.

Brindo por lo que fue.

"Cuando te consueles, siempre se consuela uno, te alegrarás 
de haberme conocido".

XLI

Eran cerca de las seis de la tarde cuando encontré la casa. En lugar de la placa con la numeración había sólo una mancha gris pero, por las indicaciones que había recibido, no tenía dudas de que ese era el lugar. La única ventana que daba a la calle había sido cerrada con ladrillos. Una puerta doble de rejas oxidadas me separaba del pasillo que llevaba al interior. No había timbre y las dos mitades de la puerta habían sido soldadas como para nunca volverse a abrir. Sin embargo, toda la información con la que contaba señalaba que mi cuñado aún vivía allí.

    Era un hombre que lo había tenido todo. Se crió en una familia de buena posición económica y vivió en el barrio de Belgrano hasta que tuvo la edad para estudiar marketing, carrera que cursó en no sé qué universidad del extranjero. A los veinticuatro años ya era más rico que la mayoría de las personas que conozco y a los veintisiete se casó con mi hermana. Ambos eran felices, se llevaban bien y nunca tuvieron problemas, al menos que yo supiera. Sin embargo, inexplicablemente, él la abandonó con cuatro meses de embarazo.

    No supimos nada de él hasta la semana pasada cuando, por casualidad, crucé unas palabras con alguien que había sido uno de sus mejores amigos. Me aseguró que no había sabido más de él, "como si se lo hubiera tragado la tierra", pero me dio varios teléfonos y direcciones de correo de personas que me fueron guiando hasta esa casa.

    Aunque la reja tenía púas en la parte superior, trepé por ella sin mayor dificultad y enseguida estuve en el pasillo que conducía a la puerta de entrada. Mis pies pisaron un cemento polvoriento y lleno de hojas secas por el que parecía no haber pasado nadie en mucho tiempo. Todo daba una sensación tal de abandono que golpeé la puerta sólo como una formalidad, porque ya no creía que nadie viviera realmente allí.

    No me extrañé cuando no hubo respuesta. Pensé en retirarme, pero después pensé en mi hermana y sentí que no perdía nada en volverlo a intentar, así que volví a golpear la puerta. No sé si por nervios o por aburrimiento, pero me puse a cantar con voz algo fuerte una canción que no recuerdo. Una voz algo ronca me interrumpió desde adentro:
    -Basta, por favor.
    -¿Hay alguien?- contesté. -¿Me vas a abrir la puerta?
    No recibí más respuesta que el silencio pero, dispuesto a entrar por el medio que fuera, grité que seguiría cantando hasta que me abrieran la puerta. El silencio continuó pero, unos quince segundos después, la puerta se abrió. Como el interior estaba totalmente a oscuras no pude ver a nadie, así que saqué el celular del bolsillo y lo usé para hacer un poco de luz. Cuando atravesé la puerta lo vi. Estaba sentado en el piso, de espaldas a mí y con la cara pegada a una pared.

    En ese momento sentí un gran alivio. Lo había odiado profundamente. Él, que lo había tenido todo, había abandonado a mi hermana a quien decía amar, arruinándole la vida. Ahora, al verlo en ese estado, no podía sentir sino compasión y dar por sentada su locura. Estuve como un minuto mirándolo, sin hablar, confundido por la situación, aturdido por el olor desagradable de los restos de comida tirados por toda la habitación y pensando en la inutilidad de razonar con alguien a quién creía loco. Fue él quien habló primero:
    -Fuera.
    -No sin que me digas por qué te fuiste.

    Recién entonces pareció reconocer mi voz y se dio vuelta como para mirarme, pero no abrió los ojos. La imagen que vi no fue agradable, pero tampoco algo demasiado llamativo para alguien en su situación. Su pelo sucio y desarreglado parecía haberse enredado hasta formar algo así como rastas y la barba desprolija le cubría gran parte de la cara que no parecía tener expresión alguna. En la penumbra pude ver sus labios pegoteados que se separaban para empezar a hablarme de nuevo, con una voz destimbrada y de entonación monótona.

    -Esto no tiene nada que ver con ella.
    -Quiero saber por qué la abandonaste.

    Dudó unos segundos, pero luego comenzó a hablar. Supongo, por la forma en la que pronunció su discurso, que expresó ideas que venía elaborando desde hacía mucho tiempo.
    Esto fue lo que me dijo:

    Yo era feliz. Nací en una familia que me dio todo. Me mandaron al mejor colegio que se podía pagar y me compraron juguetes que nadie podía tener. Me cuidaron, pero también me incentivaron para que fuera independiente y para que triunfara.
    Y así fue. Toda mi vida no fue más que un logro tras otro. Los estudios y el trabajo, la vida social. Siempre amé las cosas que hacía y me llevé bien con la gente que me rodeaba. Recuerdo la infancia junto a mis hermanos. Yo era el único al que siempre le gustaba todo. Cuando en mi casa compraban el diario, ellos iban directamente a los chistes de la última página, pero yo lo leía todo. Me interesaba la política, los deportes, los espectáculos, la tecnología, las noticias policiales, y los chistes que leían ellos. Lo mismo pasaba con la comida. No había nada que no me gustara. En el colegio nunca pude entender cómo mis compañeros se aburrían con determinadas materias. Para mí todo tenía algo de interesante y me producía algún placer.
    Lo mismo pasó en mi adolescencia. Arte, deporte, estudios, todo me gustaba, todo me producía diversión. Además, mi carácter alegre y bromista hacía que la gente buscara mi compañía y todos se sentían a gusto conmigo.
    Después la conocí a ella y, como siempre, fui feliz. Siempre nos llevamos bien y, aunque llegamos a tener algunas discusiones, nuestro buen ánimo hizo que siempre saliéramos mejor parados después de resolver nuestras diferencias.
    Un día, a mitad de mayo, me vino con la noticia del bebé. No lo pude soportar. No, no me malinterpretes. Era lo que más había querido toda mi vida. Alguien que se pareciera a los dos, que tuviera un poco de ambos y algo de sí mismo... ¿suena bien, no?
    Ese era el problema. Hacía meses que lo venía pensando: toda mi vida no había hecho más que ser feliz. Esa era mi desgracia. ¿Escuchaste la frase "el invierno fue largo"? ¿Te parece que una estación puede ser más larga que otra? Sí, así es. Cuando algo nos aburre o nos desagrada, el tiempo se alarga. Y no es una metáfora. La gente pobre tarda más que los de clase media en pasar un mes. Una semana de clases dura mucho más que tres meses de vacaciones y un segundo en que se está pasando frío es más largo que dos horas y media viendo una película en el cine.
    Cuando entendí todo eso, empecé a huír de la felicidad. Comencé a despreciar las diversiones y las alegrías y a apreciar el aburrimiento y la tristeza. No soy un asceta ni un santo, aunque pienso que todos ellos buscaban lo mismo que yo: escapar de la muerte.
    Hace tiempo comprendí que mi vida, al no ser más que felicidad, era más corta que la de la mayoría de las personas y eso me asustó. De día era feliz, reía, cosechaba éxitos. Por las noches me sentaba en la cama transpirando y respirando agitado porque comprendía que estaba corriendo una carrera hacia la muerte. Entendí que no podía evitar el hecho de morir, pero podía aplazarlo lo más posible.
    Comencé a rechazar invitaciones de conocidos, dejé de escuchar música y de mirar películas. Limité las conversaciones con mi esposa a lo estrictamente necesario y a veces hasta generé discusiones intencionalmente para no disfrutar de mi relación con ella. En el trabajo fue algo parecido: intenté que se volviera aburrido, aunque disfrutaba todo lo que hacía.
    Cuando ella me dijo que estaba embarazada fue cuando finalmente comprendí todo. La felicidad, es decir, la muerte, me perseguía. No esperé que ella entendiera y supe que me iban a condenar por la decisión que estaba tomando, pero pensé que el mismo remordimiento alargaría mis días, alejándome así de la muerte.
    Así que me compré esta casa. Elegí esta parte de La Paternal porque no pasan muchos colectivos y es un lugar especialmente silencioso y me encerré para aburrirme lo más posible. Había leído como los filósofos zen inspiraban a la gente a amar lo cotidiano y busqué rechazar hasta las cosas más simples ya que, por mi naturaleza, me causarían placer. Sabía que si cocinaba o me afeitaba disfrutaría al hacerlo, así que decidí evitarlo. Tampoco entró en mis planes limpiar u ordenar la casa, ya que eso hubiera sido una forma más de acelerar mi muerte.
    Como siempre tuve dinero de sobra, dejé dinero a una persona que no voy a nombrar para que me pasara agua y comida por un agujero que hice en la pared del fondo. Le dejé instrucciones precisas para que evitara todo lo que me agradaba comer y para que dejara los alimentos de manera tal que yo no me diera cuenta de que faltaba o sobraba comida, para que nada alterara mi monotonía. Además de esto, trato de comer regularmente pero siempre quedándome con un poco de hambre, para nunca sentirme totalmente satisfecho, pero tampoco disfrutar demasiado el momento de la comida, de la cual no puedo prescindir para mantenerme vivo.
    Por supuesto, no tengo luz, ni pasatiempos, ni nada que me haga sentir bien. Quise que la casa pareciera abandonada para que nadie viniera a molestarme y dejé todo arreglado para que así fuera.
    La lluvia es una de las pocas cosas que todavía acorta mi vida. Aaah, qué placer mortífero es escuchar las gotas cayendo. Disfruto horriblemente oyendo el sonido del agua impactando sobre el techo. Me imagino ritmos con el sonido de las gotas, pienso en qué superficies caerán, qué trayecto habrán hecho desde las nubes, pienso tantas cosas... Y las tormentas me matan. Es tanto lo que las disfruto, que siento que voy corriendo hacia el patíbulo.
    Cualquier distracción queda en mi mente y me produce ideas que trato de desechar. Para colmo, al estar en la oscuridad sin hacer nada, a veces me vienen ideas a la cabeza, como sueños. No sé mucho qué hacer en esos momentos, pero me doy vuelta y empiezo a mirar otra de las paredes tratando de mantenerme despierto y de alejar esas ideas.
    Cuando cantaste hoy, sentí que me estabas poniendo un arma en la cabeza. El sonido de tu voz me hizo imaginarme que veía a una persona. Imaginé cómo eras, la forma de tu cara, la ropa que vestías... Pensé en cómo habrías llegado acá, quién serías, qué buscabas y cuáles serían tus ocupaciones. El tiempo en que pensaba todo eso pasó volando. Y peor que esto: la canción quedó en mi cabeza. Desde que estoy acá vengo tratando de olvidar historias, canciones, hasta palabras: todo lo que pueda distraerme y hacer que mi tiempo corra más rápido.
    No pido que me entiendas, pero necesito que te vayas. Afuera deben pensar que estoy loco y es mejor así. Sus sacerdotes, sus médicos, sus amigos, sus proyectos, todo lo que tienen, todo lo que aman, todo lo que emprenden, es todo con un solo objetivo: escapar de la muerte. En realidad creo que saben que tengo razón, pero no tienen el valor de aceptar que la única manera de escapar es aburrirse. Yo lo tuve.

    En ese momento volvió la cara hacia la pared y supe que no iba a volver a hablarme. Puede ser estúpido, pero sentí que si me quedaba o si hablaba, sería como si le quitara el agua a una persona que camina por el desierto.

    No volvimos a saber de él. Creo que un día de estos mis familiares o los suyos lo van a ir a buscar y lo van a sacar por las buenas o por las malas, pero a mí me preocupa otra cosa. No me preocupo por mí, porque siempre tuve un carácter melancólico y hasta amargado que me impidió disfrutar la vida, pero temo por mi hermana. A pesar de todo, ella es una persona muy feliz y temo que él tenga razón. Me gustaría verla menos alegre o, al menos, que se aburriera un poco.