Amanece.
El sol todavía no se ve salir pero el cielo ya perdió su color oscuro.
Un repartidor deja un diario en una casa en la mitad de la cuadra.
Un colectivo cruza la calle trayendo encarcelado a un chofer solitario.
Una
mano suelta un picaporte que, haciendo un suave movimiento, vuelve a su
posición de reposo. Un automóvil abandona su madriguera.
Suenan voces en el aire. Voces de diferentes alturas y colores.
Expresan fórmulas conocidas. Desean a alguien o a todos tener un buen día.
Muchas
bocas se abren involuntariamente liberando bostezos. Sólo algunos de
miles de bostezos que fueron encerrados durante miles de millones de
días: reflejos de sueños que no se marcharon, pinceladas sutiles pero
evidentes que denotan la falsedad de muchos cuadros; papeles mal
desempeñados que delatan a malos actores interpretando roles ajenos.
Pero amanece.
Las
ventanas se abren y la luz devora pequeñas oscuridades. El verde de las
hojas que no cayeron se hace más visible y más notorio. Unas criaturas
aladas se acercan al suelo buscando un humilde tributo en forma de migas
de pan que alguien ofrece desinteresadamente.
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