Eran cerca de las seis de la tarde cuando encontré la casa. En lugar
de la placa con la numeración había sólo una mancha gris pero, por las
indicaciones que había recibido, no tenía dudas de que ese era el lugar.
La única ventana que daba a la calle había sido cerrada con ladrillos.
Una puerta doble de rejas oxidadas me separaba del pasillo que llevaba
al interior. No había timbre y las dos mitades de la puerta habían sido
soldadas como para nunca volverse a abrir. Sin embargo, toda la
información con la que contaba señalaba que mi cuñado aún vivía allí.
Era un hombre que lo había tenido todo. Se crió en una familia de buena
posición económica y vivió en el barrio de Belgrano hasta que tuvo la
edad para estudiar marketing, carrera que cursó en no sé qué universidad
del extranjero. A los veinticuatro años ya era más rico que la mayoría
de las personas que conozco y a los veintisiete se casó con mi hermana.
Ambos eran felices, se llevaban bien y nunca tuvieron problemas, al
menos que yo supiera. Sin embargo, inexplicablemente, él la abandonó con
cuatro meses de embarazo.
No supimos nada de él hasta
la semana pasada cuando, por casualidad, crucé unas palabras con
alguien que había sido uno de sus mejores amigos. Me aseguró que no
había sabido más de él, "como si se lo hubiera tragado la tierra", pero
me dio varios teléfonos y direcciones de correo de personas que me
fueron guiando hasta esa casa.
Aunque la reja tenía
púas en la parte superior, trepé por ella sin mayor dificultad y
enseguida estuve en el pasillo que conducía a la puerta de entrada. Mis
pies pisaron un cemento polvoriento y lleno de hojas secas por el que
parecía no haber pasado nadie en mucho tiempo. Todo daba una sensación
tal de abandono que golpeé la puerta sólo como una formalidad, porque ya
no creía que nadie viviera realmente allí.
No me
extrañé cuando no hubo respuesta. Pensé en retirarme, pero después pensé
en mi hermana y sentí que no perdía nada en volverlo a intentar, así
que volví a golpear la puerta. No sé si por nervios o por aburrimiento,
pero me puse a cantar con voz algo fuerte una canción que no recuerdo.
Una voz algo ronca me interrumpió desde adentro:
-Basta, por favor.
-¿Hay alguien?- contesté. -¿Me vas a abrir la puerta?
No recibí más respuesta que el silencio pero, dispuesto a entrar por
el medio que fuera, grité que seguiría cantando hasta que me abrieran la
puerta. El silencio continuó pero, unos quince segundos después, la
puerta se abrió. Como el interior estaba totalmente a oscuras no pude
ver a nadie, así que saqué el celular del bolsillo y lo usé para hacer
un poco de luz. Cuando atravesé la puerta lo vi. Estaba sentado en el
piso, de espaldas a mí y con la cara pegada a una pared.
En ese momento sentí un gran alivio. Lo había odiado profundamente. Él,
que lo había tenido todo, había abandonado a mi hermana a quien decía
amar, arruinándole la vida. Ahora, al verlo en ese estado, no podía
sentir sino compasión y dar por sentada su locura. Estuve como un minuto
mirándolo, sin hablar, confundido por la situación, aturdido por el
olor desagradable de los restos de comida tirados por toda la habitación
y pensando en la inutilidad de razonar con alguien a quién creía loco.
Fue él quien habló primero:
-Fuera.
-No sin que me digas por qué te fuiste.
Recién entonces pareció reconocer mi voz y se dio vuelta como para
mirarme, pero no abrió los ojos. La imagen que vi no fue agradable, pero
tampoco algo demasiado llamativo para alguien en su situación. Su pelo
sucio y desarreglado parecía haberse enredado hasta formar algo así como
rastas y la barba desprolija le cubría gran parte de la cara que no
parecía tener expresión alguna. En la penumbra pude ver sus labios
pegoteados que se separaban para empezar a hablarme de nuevo, con una
voz destimbrada y de entonación monótona.
-Esto no tiene nada que ver con ella.
-Quiero saber por qué la abandonaste.
Dudó unos segundos, pero luego comenzó a hablar. Supongo, por la forma
en la que pronunció su discurso, que expresó ideas que venía elaborando
desde hacía mucho tiempo.
Esto fue lo que me dijo:
Yo era feliz. Nací en una familia que me dio todo. Me mandaron al mejor
colegio que se podía pagar y me compraron juguetes que nadie podía
tener. Me cuidaron, pero también me incentivaron para que fuera
independiente y para que triunfara.
Y así fue. Toda
mi vida no fue más que un logro tras otro. Los estudios y el trabajo,
la vida social. Siempre amé las cosas que hacía y me llevé bien con la
gente que me rodeaba. Recuerdo la infancia junto a mis hermanos. Yo era
el único al que siempre le gustaba todo. Cuando en mi casa compraban el
diario, ellos iban directamente a los chistes de la última página, pero
yo lo leía todo. Me interesaba la política, los deportes, los
espectáculos, la tecnología, las noticias policiales, y los chistes que
leían ellos. Lo mismo pasaba con la comida. No había nada que no me
gustara. En el colegio nunca pude entender cómo mis compañeros se
aburrían con determinadas materias. Para mí todo tenía algo de
interesante y me producía algún placer.
Lo mismo
pasó en mi adolescencia. Arte, deporte, estudios, todo me gustaba, todo
me producía diversión. Además, mi carácter alegre y bromista hacía que
la gente buscara mi compañía y todos se sentían a gusto conmigo.
Después la conocí a ella y, como siempre, fui feliz. Siempre nos
llevamos bien y, aunque llegamos a tener algunas discusiones, nuestro
buen ánimo hizo que siempre saliéramos mejor parados después de resolver
nuestras diferencias.
Un día, a mitad de mayo, me
vino con la noticia del bebé. No lo pude soportar. No, no me
malinterpretes. Era lo que más había querido toda mi vida. Alguien que
se pareciera a los dos, que tuviera un poco de ambos y algo de sí
mismo... ¿suena bien, no?
Ese era el problema. Hacía
meses que lo venía pensando: toda mi vida no había hecho más que ser
feliz. Esa era mi desgracia. ¿Escuchaste la frase "el invierno fue
largo"? ¿Te parece que una estación puede ser más larga que otra? Sí,
así es. Cuando algo nos aburre o nos desagrada, el tiempo se alarga. Y
no es una metáfora. La gente pobre tarda más que los de clase media en
pasar un mes. Una semana de clases dura mucho más que tres meses de
vacaciones y un segundo en que se está pasando frío es más largo que dos
horas y media viendo una película en el cine.
Cuando entendí todo eso, empecé a huír de la felicidad. Comencé a
despreciar las diversiones y las alegrías y a apreciar el aburrimiento y
la tristeza. No soy un asceta ni un santo, aunque pienso que todos
ellos buscaban lo mismo que yo: escapar de la muerte.
Hace tiempo comprendí que mi vida, al no ser más que felicidad, era
más corta que la de la mayoría de las personas y eso me asustó. De día
era feliz, reía, cosechaba éxitos. Por las noches me sentaba en la cama
transpirando y respirando agitado porque comprendía que estaba corriendo
una carrera hacia la muerte. Entendí que no podía evitar el hecho de
morir, pero podía aplazarlo lo más posible.
Comencé a
rechazar invitaciones de conocidos, dejé de escuchar música y de mirar
películas. Limité las conversaciones con mi esposa a lo estrictamente
necesario y a veces hasta generé discusiones intencionalmente para no
disfrutar de mi relación con ella. En el trabajo fue algo parecido:
intenté que se volviera aburrido, aunque disfrutaba todo lo que hacía.
Cuando ella me dijo que estaba embarazada fue cuando finalmente
comprendí todo. La felicidad, es decir, la muerte, me perseguía. No
esperé que ella entendiera y supe que me iban a condenar por la decisión
que estaba tomando, pero pensé que el mismo remordimiento alargaría mis
días, alejándome así de la muerte.
Así que me
compré esta casa. Elegí esta parte de La Paternal porque no pasan muchos
colectivos y es un lugar especialmente silencioso y me encerré para
aburrirme lo más posible. Había leído como los filósofos zen inspiraban a
la gente a amar lo cotidiano y busqué rechazar hasta las cosas más
simples ya que, por mi naturaleza, me causarían placer. Sabía que si
cocinaba o me afeitaba disfrutaría al hacerlo, así que decidí evitarlo.
Tampoco entró en mis planes limpiar u ordenar la casa, ya que eso
hubiera sido una forma más de acelerar mi muerte.
Como siempre tuve dinero de sobra, dejé dinero a una persona que no voy
a nombrar para que me pasara agua y comida por un agujero que hice en
la pared del fondo. Le dejé instrucciones precisas para que evitara todo
lo que me agradaba comer y para que dejara los alimentos de manera tal
que yo no me diera cuenta de que faltaba o sobraba comida, para que nada
alterara mi monotonía. Además de esto, trato de comer regularmente pero
siempre quedándome con un poco de hambre, para nunca sentirme
totalmente satisfecho, pero tampoco disfrutar demasiado el momento de la
comida, de la cual no puedo prescindir para mantenerme vivo.
Por supuesto, no tengo luz, ni pasatiempos, ni nada que me haga
sentir bien. Quise que la casa pareciera abandonada para que nadie
viniera a molestarme y dejé todo arreglado para que así fuera.
La lluvia es una de las pocas cosas que todavía acorta mi vida. Aaah,
qué placer mortífero es escuchar las gotas cayendo. Disfruto
horriblemente oyendo el sonido del agua impactando sobre el techo. Me
imagino ritmos con el sonido de las gotas, pienso en qué superficies
caerán, qué trayecto habrán hecho desde las nubes, pienso tantas
cosas... Y las tormentas me matan. Es tanto lo que las disfruto, que
siento que voy corriendo hacia el patíbulo.
Cualquier distracción queda en mi mente y me produce ideas que trato de
desechar. Para colmo, al estar en la oscuridad sin hacer nada, a veces
me vienen ideas a la cabeza, como sueños. No sé mucho qué hacer en esos
momentos, pero me doy vuelta y empiezo a mirar otra de las paredes
tratando de mantenerme despierto y de alejar esas ideas.
Cuando cantaste hoy, sentí que me estabas poniendo un arma en la
cabeza. El sonido de tu voz me hizo imaginarme que veía a una persona.
Imaginé cómo eras, la forma de tu cara, la ropa que vestías... Pensé en
cómo habrías llegado acá, quién serías, qué buscabas y cuáles serían tus
ocupaciones. El tiempo en que pensaba todo eso pasó volando. Y peor que
esto: la canción quedó en mi cabeza. Desde que estoy acá vengo tratando
de olvidar historias, canciones, hasta palabras: todo lo que pueda
distraerme y hacer que mi tiempo corra más rápido.
No pido que me entiendas, pero necesito que te vayas. Afuera deben
pensar que estoy loco y es mejor así. Sus sacerdotes, sus médicos, sus
amigos, sus proyectos, todo lo que tienen, todo lo que aman, todo lo que
emprenden, es todo con un solo objetivo: escapar de la muerte. En
realidad creo que saben que tengo razón, pero no tienen el valor de
aceptar que la única manera de escapar es aburrirse. Yo lo tuve.
En ese momento volvió la cara hacia la pared y supe que no iba a
volver a hablarme. Puede ser estúpido, pero sentí que si me quedaba o si
hablaba, sería como si le quitara el agua a una persona que camina por
el desierto.
No volvimos a saber de él. Creo que un
día de estos mis familiares o los suyos lo van a ir a buscar y lo van a
sacar por las buenas o por las malas, pero a mí me preocupa otra cosa.
No me preocupo por mí, porque siempre tuve un carácter melancólico y
hasta amargado que me impidió disfrutar la vida, pero temo por mi
hermana. A pesar de todo, ella es una persona muy feliz y temo que él
tenga razón. Me gustaría verla menos alegre o, al menos, que se
aburriera un poco.
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