miércoles, 23 de julio de 2014

XLI

Eran cerca de las seis de la tarde cuando encontré la casa. En lugar de la placa con la numeración había sólo una mancha gris pero, por las indicaciones que había recibido, no tenía dudas de que ese era el lugar. La única ventana que daba a la calle había sido cerrada con ladrillos. Una puerta doble de rejas oxidadas me separaba del pasillo que llevaba al interior. No había timbre y las dos mitades de la puerta habían sido soldadas como para nunca volverse a abrir. Sin embargo, toda la información con la que contaba señalaba que mi cuñado aún vivía allí.

    Era un hombre que lo había tenido todo. Se crió en una familia de buena posición económica y vivió en el barrio de Belgrano hasta que tuvo la edad para estudiar marketing, carrera que cursó en no sé qué universidad del extranjero. A los veinticuatro años ya era más rico que la mayoría de las personas que conozco y a los veintisiete se casó con mi hermana. Ambos eran felices, se llevaban bien y nunca tuvieron problemas, al menos que yo supiera. Sin embargo, inexplicablemente, él la abandonó con cuatro meses de embarazo.

    No supimos nada de él hasta la semana pasada cuando, por casualidad, crucé unas palabras con alguien que había sido uno de sus mejores amigos. Me aseguró que no había sabido más de él, "como si se lo hubiera tragado la tierra", pero me dio varios teléfonos y direcciones de correo de personas que me fueron guiando hasta esa casa.

    Aunque la reja tenía púas en la parte superior, trepé por ella sin mayor dificultad y enseguida estuve en el pasillo que conducía a la puerta de entrada. Mis pies pisaron un cemento polvoriento y lleno de hojas secas por el que parecía no haber pasado nadie en mucho tiempo. Todo daba una sensación tal de abandono que golpeé la puerta sólo como una formalidad, porque ya no creía que nadie viviera realmente allí.

    No me extrañé cuando no hubo respuesta. Pensé en retirarme, pero después pensé en mi hermana y sentí que no perdía nada en volverlo a intentar, así que volví a golpear la puerta. No sé si por nervios o por aburrimiento, pero me puse a cantar con voz algo fuerte una canción que no recuerdo. Una voz algo ronca me interrumpió desde adentro:
    -Basta, por favor.
    -¿Hay alguien?- contesté. -¿Me vas a abrir la puerta?
    No recibí más respuesta que el silencio pero, dispuesto a entrar por el medio que fuera, grité que seguiría cantando hasta que me abrieran la puerta. El silencio continuó pero, unos quince segundos después, la puerta se abrió. Como el interior estaba totalmente a oscuras no pude ver a nadie, así que saqué el celular del bolsillo y lo usé para hacer un poco de luz. Cuando atravesé la puerta lo vi. Estaba sentado en el piso, de espaldas a mí y con la cara pegada a una pared.

    En ese momento sentí un gran alivio. Lo había odiado profundamente. Él, que lo había tenido todo, había abandonado a mi hermana a quien decía amar, arruinándole la vida. Ahora, al verlo en ese estado, no podía sentir sino compasión y dar por sentada su locura. Estuve como un minuto mirándolo, sin hablar, confundido por la situación, aturdido por el olor desagradable de los restos de comida tirados por toda la habitación y pensando en la inutilidad de razonar con alguien a quién creía loco. Fue él quien habló primero:
    -Fuera.
    -No sin que me digas por qué te fuiste.

    Recién entonces pareció reconocer mi voz y se dio vuelta como para mirarme, pero no abrió los ojos. La imagen que vi no fue agradable, pero tampoco algo demasiado llamativo para alguien en su situación. Su pelo sucio y desarreglado parecía haberse enredado hasta formar algo así como rastas y la barba desprolija le cubría gran parte de la cara que no parecía tener expresión alguna. En la penumbra pude ver sus labios pegoteados que se separaban para empezar a hablarme de nuevo, con una voz destimbrada y de entonación monótona.

    -Esto no tiene nada que ver con ella.
    -Quiero saber por qué la abandonaste.

    Dudó unos segundos, pero luego comenzó a hablar. Supongo, por la forma en la que pronunció su discurso, que expresó ideas que venía elaborando desde hacía mucho tiempo.
    Esto fue lo que me dijo:

    Yo era feliz. Nací en una familia que me dio todo. Me mandaron al mejor colegio que se podía pagar y me compraron juguetes que nadie podía tener. Me cuidaron, pero también me incentivaron para que fuera independiente y para que triunfara.
    Y así fue. Toda mi vida no fue más que un logro tras otro. Los estudios y el trabajo, la vida social. Siempre amé las cosas que hacía y me llevé bien con la gente que me rodeaba. Recuerdo la infancia junto a mis hermanos. Yo era el único al que siempre le gustaba todo. Cuando en mi casa compraban el diario, ellos iban directamente a los chistes de la última página, pero yo lo leía todo. Me interesaba la política, los deportes, los espectáculos, la tecnología, las noticias policiales, y los chistes que leían ellos. Lo mismo pasaba con la comida. No había nada que no me gustara. En el colegio nunca pude entender cómo mis compañeros se aburrían con determinadas materias. Para mí todo tenía algo de interesante y me producía algún placer.
    Lo mismo pasó en mi adolescencia. Arte, deporte, estudios, todo me gustaba, todo me producía diversión. Además, mi carácter alegre y bromista hacía que la gente buscara mi compañía y todos se sentían a gusto conmigo.
    Después la conocí a ella y, como siempre, fui feliz. Siempre nos llevamos bien y, aunque llegamos a tener algunas discusiones, nuestro buen ánimo hizo que siempre saliéramos mejor parados después de resolver nuestras diferencias.
    Un día, a mitad de mayo, me vino con la noticia del bebé. No lo pude soportar. No, no me malinterpretes. Era lo que más había querido toda mi vida. Alguien que se pareciera a los dos, que tuviera un poco de ambos y algo de sí mismo... ¿suena bien, no?
    Ese era el problema. Hacía meses que lo venía pensando: toda mi vida no había hecho más que ser feliz. Esa era mi desgracia. ¿Escuchaste la frase "el invierno fue largo"? ¿Te parece que una estación puede ser más larga que otra? Sí, así es. Cuando algo nos aburre o nos desagrada, el tiempo se alarga. Y no es una metáfora. La gente pobre tarda más que los de clase media en pasar un mes. Una semana de clases dura mucho más que tres meses de vacaciones y un segundo en que se está pasando frío es más largo que dos horas y media viendo una película en el cine.
    Cuando entendí todo eso, empecé a huír de la felicidad. Comencé a despreciar las diversiones y las alegrías y a apreciar el aburrimiento y la tristeza. No soy un asceta ni un santo, aunque pienso que todos ellos buscaban lo mismo que yo: escapar de la muerte.
    Hace tiempo comprendí que mi vida, al no ser más que felicidad, era más corta que la de la mayoría de las personas y eso me asustó. De día era feliz, reía, cosechaba éxitos. Por las noches me sentaba en la cama transpirando y respirando agitado porque comprendía que estaba corriendo una carrera hacia la muerte. Entendí que no podía evitar el hecho de morir, pero podía aplazarlo lo más posible.
    Comencé a rechazar invitaciones de conocidos, dejé de escuchar música y de mirar películas. Limité las conversaciones con mi esposa a lo estrictamente necesario y a veces hasta generé discusiones intencionalmente para no disfrutar de mi relación con ella. En el trabajo fue algo parecido: intenté que se volviera aburrido, aunque disfrutaba todo lo que hacía.
    Cuando ella me dijo que estaba embarazada fue cuando finalmente comprendí todo. La felicidad, es decir, la muerte, me perseguía. No esperé que ella entendiera y supe que me iban a condenar por la decisión que estaba tomando, pero pensé que el mismo remordimiento alargaría mis días, alejándome así de la muerte.
    Así que me compré esta casa. Elegí esta parte de La Paternal porque no pasan muchos colectivos y es un lugar especialmente silencioso y me encerré para aburrirme lo más posible. Había leído como los filósofos zen inspiraban a la gente a amar lo cotidiano y busqué rechazar hasta las cosas más simples ya que, por mi naturaleza, me causarían placer. Sabía que si cocinaba o me afeitaba disfrutaría al hacerlo, así que decidí evitarlo. Tampoco entró en mis planes limpiar u ordenar la casa, ya que eso hubiera sido una forma más de acelerar mi muerte.
    Como siempre tuve dinero de sobra, dejé dinero a una persona que no voy a nombrar para que me pasara agua y comida por un agujero que hice en la pared del fondo. Le dejé instrucciones precisas para que evitara todo lo que me agradaba comer y para que dejara los alimentos de manera tal que yo no me diera cuenta de que faltaba o sobraba comida, para que nada alterara mi monotonía. Además de esto, trato de comer regularmente pero siempre quedándome con un poco de hambre, para nunca sentirme totalmente satisfecho, pero tampoco disfrutar demasiado el momento de la comida, de la cual no puedo prescindir para mantenerme vivo.
    Por supuesto, no tengo luz, ni pasatiempos, ni nada que me haga sentir bien. Quise que la casa pareciera abandonada para que nadie viniera a molestarme y dejé todo arreglado para que así fuera.
    La lluvia es una de las pocas cosas que todavía acorta mi vida. Aaah, qué placer mortífero es escuchar las gotas cayendo. Disfruto horriblemente oyendo el sonido del agua impactando sobre el techo. Me imagino ritmos con el sonido de las gotas, pienso en qué superficies caerán, qué trayecto habrán hecho desde las nubes, pienso tantas cosas... Y las tormentas me matan. Es tanto lo que las disfruto, que siento que voy corriendo hacia el patíbulo.
    Cualquier distracción queda en mi mente y me produce ideas que trato de desechar. Para colmo, al estar en la oscuridad sin hacer nada, a veces me vienen ideas a la cabeza, como sueños. No sé mucho qué hacer en esos momentos, pero me doy vuelta y empiezo a mirar otra de las paredes tratando de mantenerme despierto y de alejar esas ideas.
    Cuando cantaste hoy, sentí que me estabas poniendo un arma en la cabeza. El sonido de tu voz me hizo imaginarme que veía a una persona. Imaginé cómo eras, la forma de tu cara, la ropa que vestías... Pensé en cómo habrías llegado acá, quién serías, qué buscabas y cuáles serían tus ocupaciones. El tiempo en que pensaba todo eso pasó volando. Y peor que esto: la canción quedó en mi cabeza. Desde que estoy acá vengo tratando de olvidar historias, canciones, hasta palabras: todo lo que pueda distraerme y hacer que mi tiempo corra más rápido.
    No pido que me entiendas, pero necesito que te vayas. Afuera deben pensar que estoy loco y es mejor así. Sus sacerdotes, sus médicos, sus amigos, sus proyectos, todo lo que tienen, todo lo que aman, todo lo que emprenden, es todo con un solo objetivo: escapar de la muerte. En realidad creo que saben que tengo razón, pero no tienen el valor de aceptar que la única manera de escapar es aburrirse. Yo lo tuve.

    En ese momento volvió la cara hacia la pared y supe que no iba a volver a hablarme. Puede ser estúpido, pero sentí que si me quedaba o si hablaba, sería como si le quitara el agua a una persona que camina por el desierto.

    No volvimos a saber de él. Creo que un día de estos mis familiares o los suyos lo van a ir a buscar y lo van a sacar por las buenas o por las malas, pero a mí me preocupa otra cosa. No me preocupo por mí, porque siempre tuve un carácter melancólico y hasta amargado que me impidió disfrutar la vida, pero temo por mi hermana. A pesar de todo, ella es una persona muy feliz y temo que él tenga razón. Me gustaría verla menos alegre o, al menos, que se aburriera un poco.

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