miércoles, 23 de julio de 2014

XXVII

El viento cambia de dirección sin esperar tu aprobación y aunque te niegas a reconocerlo.
Tomas arena en tus manos y la dejas caer sorprendiéndote al ver que no va hacia donde quieres.
Intentas convencerte de que nada cambió, y la arrojas con fuerza hacia al sur, pero sabes que no tiene sentido porque ahora es de allí de donde viene el viento.

No lo entiendes.

En un momento todo era como siempre habías recordado y un instante después nada es igual.
Te habías acostumbrado al viento del norte. Parecía brindarte seguridad, confianza, serenidad...
Llegaste a creer que su origen era el mismo sol y que por eso nunca se detendría.

Pero pasó.
Se detuvo de la misma manera en que empezó y sin que pudieras preverlo.

Ahora sientes la arena corriendo por tus pies descalzos y el aire alborotando tu pelo.
Miras al mar sin ver en sus olas ni una gota de cordura.

Tienes miedo.

Pero observas cómo se detienen aquellas aves que se atreven a desafiarlo y descubres que no quieres quedarte en donde estás.

Quieres fluir.
Quieres ser aire.

Y flotar con la ligereza de cada grano de arena, y quedarte en todo lo que te rodea como el gusto a sal que se hace parte de tu boca.

Y empiezas a creer que los puntos cardinales son sólo una convención, una forma de intentar dirigir el curso de la naturaleza o de justificar la orientación de los mapas.
Y no entiendes... pero no hace falta.

Sientes que la playa se hace pequeña mientras te dejas arrullar por el sonido del viento y te haces parte de su naturaleza.

Vuelas.

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