miércoles, 23 de julio de 2014

XXXVIII

Es poca la luz que atraviesa los párpados aunque sean sólo una delgada capa de piel.
No hay sentido de la perspectiva cuando nuestros ojos están cerrados.
Entonces es cuando llegan otras imágenes.
Esas que no capta la retina pero que se impregnan fuertemente en esa parte de nosotros que apenas conocemos.

La certeza de ignorar la naturaleza de alguna cosa es lo que la vuelve bella a nuestros ojos.
Ya no adoramos al Sol, porque sabemos que es una enorme masa de hidrógeno y helio.
Dejamos de temer a la oscuridad cuando pudimos medirla y controlarla.
Ya no hay mares infinitos, no hay continentes desconocidos ni civilizaciones perdidas que encontrar.

Todo parece trivial cuando conocemos sus secretos. Todos somos cínicos y escépticos cuando creemos entender algo.

Sin embargo, queda ese espacio incomprensible, a veces difuso y a veces más tangible que lo que podemos tocar.
Ese plano inconsciente donde todo parece alcanzable e inmediato porque no existen ni la perspectiva ni el tiempo.
Ese no-lugar donde el miedo a la oscuridad nunca dejó de existir y la incoherencia es siempre natural.

¿Qué prefiero?
Prefiero ese estado entre el sueño y la vigilia que se parece a lo que nos cuentan que es la inspiración.
Prefiero la mirada natural de quien no intenta descartar una parte de sí mismo.

Siempre me gustaron esas horas en que es difícil distinguir el día de la noche.
Entre la luz y la oscuridad, no existe el gris.
Hay un profundo color naranja.

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