miércoles, 23 de julio de 2014

XLVII

La dejé cuando supe que amaba el invierno.

A cualquiera le hubiera parecido una mala razón, o una exageración de mi parte. Pero no lamento haberlo hecho. No, no es una excusa, esa es la verdadera razón. Aunque se podría decir que fue una puerta que se abrió revelando detalles de su personalidad que yo hasta entonces desconocía, o no tomaba en cuenta en su verdadera dimensión, y que la separaron irremediablemente de mí.

No la juzgo ni la condeno. Sé qué, aunque cueste creerlo, mucha gente siente afecto por esa estación, pero no es la clase de gente con la que quiero pasar mi vida. Salvo casos excepcionales, pero enseguida entendí que no era el de ella.

Habíamos estado juntos un tiempo cuando me hizo esa odiosa confesión. Nos habíamos conocido hacia el final de la primavera y habíamos estado saliendo desde entonces hasta principios de julio. Durante el verano la escuché quejarse varias veces del calor pero, aunque un poco enérgica en sus quejas, llegando incluso a un lenguaje algo vulgar, no le di demasiada importancia. Pensé que se trataba de algo normal, y no de algo semejante. Si hubiera imaginado lo que en realidad sucedía, no hubiéramos seguido juntos los meses siguientes.

Sé que tanto ella como yo fuimos sinceros y no ocultamos al otro nuestras personalidades. Parecíamos pensar de la misma forma en muchas cosas y teníamos aficiones en común, pero casi siempre en el ámbito de lo cultural. Recién la mañana en que me dijo que amaba el invierno supe lo distintos que éramos, al punto de no querer estar más con ella.

Ese día yo no tenía que trabajar, debido a que se habían suspendido las clases por no sé qué motivo en la escuela en la que enseñaba. Ella, que con sus veinticuatro años nunca había trabajado, estaba más o menos libre de sus estudios y quiso ir a comprar un libro medio raro en una librería especializada en Belgrano. Me levanté temprano, a eso de las seis y media, y la pasé a buscar por su casa de Devoto. El primer rato juntos fue normal, sin ningún indicio de lo que pasaría después. Cuando subimos al colectivo, enseguida empezó a hacer comentarios sobre el tiempo, pero no pensé que iban a desembocar en esa desafortunada frase que me desengañó totalmente de ella.

"Amo el invierno".

El ver sus labios, que tan hermosos me habían parecido desde siempre, pronunciando esa frase, hizo que se me helara la sangre. Creo que debo haber tenido la misma sensación que sufren los personajes de las novelas fantásticas cuando descubren que el ser amado se convirtió en un poseído o en un no muerto.

Siguió hablando de otros temas durante varios minutos, como sin darle importancia a lo que había dicho, pero yo ya no la escuchaba. Sé que suena descortés, pero en lo único en lo que pensaba era en tocar el timbre y, sin decirle ni una palabra, bajarme del colectivo, alejarme de ella y no verla nunca más.

Pero no lo hice. A pesar de todo el rechazo que ahora sentía por ella, me comporté como un caballero y enfrenté la situación.

"No quiero que nos veamos más." La interrumpí cuando me hablaba de no sé qué filósofo alemán que había escrito no sé qué libro idiota que expresaba que la vida no tenía sentido y que el suicidio era el único acto de grandeza moral del que era capaz el ser humano.

Me miró paralizada un momento. Se río. Lloriqueó. Me preguntó si lo decía en serio. Me preguntó qué me pasaba. Y empezó a los gritos. Me dijo que seguro la engañaba, que era un salvaje, además de un montón de insultos, y luego se quedó en silencio mirándome con tristeza.

Sin hablar, le hice señales para que bajáramos del colectivo y caminamos hasta una plaza, donde me senté en un banco y esperé que ella hiciera lo mismo. Mientras se frotaba un brazo para calentarse, me dijo si podíamos hablar en otro lugar y nos fuimos a un Café Martínez que averigüé que había a dos cuadras de ahí.

Antes de que dijera nada, se lo dije. Le expliqué que no podía estar con alguien que decía amar el invierno y me preguntó si la estaba cargando. Empezó a los gritos, me trató de mentiroso y me diagnosticó tres o cuatro patologías psicológicas.

Le pedí que se calmara y, cuando más o menos lo hizo, le dije las siguientes palabras:

-Vos me decís que amás el invierno, y pretendés que haga como si nada hubiera pasado. Es demasiado. No, no creas que es una excusa. Sabés que yo te busqué a vos y que mientras estuvimos juntos siempre te demostré lo importante que eras para mí. Pero estaba equivocado. Lamento si te duele escucharlo, pero es la verdad. A mí también me dolió mucho eso que dijiste hace un rato, pero ya no se puede borrar.

Cuando yo digo que amo el verano, digo que amo el sol. Que amo sentir el contacto del aire en la piel, el gusto a agua salada en la boca, la arena rasposa en las plantas de los pies. Digo que amo caminar kilómetros por la playa y acostarme escuchando el ruido del mar, con el cuerpo cansado de haber corrido y nadado y con las mejillas y los hombros ardiendo con el calor del sol que todavía se mantiene en mi piel por la noche.

Cuando vos decís que amás el invierno, no me estás hablando de amor. Me estás hablando de miedo. No amás respirar el frío limpiando tus pulmones por la mañana, no amás el cielo claro de la noche, el color gris de las calles o los árboles deshojados. No amás el desafío de salir al mundo moviéndote con los elementos en tu contra.

Amás tu resguardo, amás tu casa calefaccionada, tus libros nihilistas que te hacen sentir mejor que los demás por decir que nada tiene sentido, tus masas finas de panadería en cada merienda, los cuidados de tu familia que no te deja conocer el mundo.

Admiro a la gente que realmente ama el invierno, porque son personas excepcionales. Pero son los que aman la parte de la vida que transcurre en esa estación, que es una parte difícil. Es la gente que toma la vida como un desafío, que no se cree intelectualmente superior como vos, pero que intenta superarse todo el tiempo y ve en la dificultad una forma de aprendizaje.

Son los campesinos, los aventureros, los que practican supervivencia o deportes extremos. La gente que ama tanto la vida que es capaz de exprimir la savia de todas las estaciones. Vos sos todo lo contrario, y eso es lo que no estoy dispuesto a aceptar. Vos preferís guardarte en tus libros y caminar por tu alfombra europea, antes que salir al mundo y correr riesgos. Te burlás de la gente que sigue los partidos de fútbol porque te parece algo primitivo. Ojalá fueras más primitiva. El hombre primitivo, el ser humano, tiende hacia la vida, hacia la supervivencia, pero más que eso. Tiende hacia el crecimiento y la novedad.

Vos vivís enfocada en la muerte. En los riesgos que tiene el mundo fuera de tus libros y en las razones que tienen esos frustrados filósofos alemanes o rusos que léés para rechazar tener una vida. Por eso no puedo seguir con vos. Por eso no puedo soportar que me digas una frase como la que me dijiste hoy. Porque soy primitivo. Porque amo la vida, el sol y el calor, y la mugre, y el cansancio, y hasta el frío, pero no de la misma manera que vos decís amarlo. Amo todo lo que encierra ese sentido que tus filósofos nunca van a encontrar en la tinta importada de sus lapiceras.

No me contestó una palabra. Sabía que tenía razón. Escuchó mis razones y las entendió perfectamente, porque teníamos una manera muy parecida de razonar y de expresarnos. En su cara vi que no iba a volver a buscarme. Así como entendió que yo decía la verdad, también supe que no estaba dispuesta a cambiar.

Todavía hoy, después de varios años, me acuerdo de ella. No tanto porque la extrañe, sino porque quisiera saber que ya no es así, que cambió, que dejó su amor al invierno y su enclaustramiento intelectual para vivir una vida sin miedo.

Antes de ayer, un amigo me dijo que creyó haberla visto pescando descalza en la costanera. Ojalá sea cierto.

Me haría muy feliz saber que eligió vivir.

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