miércoles, 23 de julio de 2014

XXIII

Destellos dorados regalan su intermitencia al paisaje del atardecer.
Algunas sombras se escapan y buscan refugio cerca de las raíces de los árboles, donde ya no llega la claridad del día que termina.
¿Dé donde vienen aquellas criaturas portadoras de luz?
No es necesario saberlo.

Están.
Existen.

Son parte de la tarde como los últimos anaranjados rayos de sol y son parte de la tierra como cada hoja de la hierba que ahora parece de color gris.
Pero, sobre todo, son parte del aire.

Se esparcen como semillas y brillan como chispas de un fuego que está siendo avivado para que no se apague.
¿Cómo podríamos juzgar su razón de ser?
Existen con la simpleza de todas las cosas bellas, sin necesidad de explicaciones ni de metáforas. No son el reflejo de otro brillo, sino que son tan solo una expresión de sí mismas.

Tal vez alguien en algún lugar intentó ponerles un nombre, pero seguramente era una generalización que no se aplica a este momento y a este lugar.
Cada parpadeo es un instante único e irrepetible, y prefiero no intentar contenerlo.
Dejo que todo pase frente a mí y me quedo en silencio.

Sombras. Luces.

El aire florece mientras el sol cae como una hoja marchita.

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