miércoles, 23 de julio de 2014

XXIV

Escucho sonar una nota y reconozco el timbre de la voz que la canta.
Su sonido aún se mantiene mientras mi boca se abre dejando oír una tercera mayor.
Presto atención mientras se suman las notas faltantes.
Las voces se unen perfectamente aunque la afinación no sea siempre exacta y los sonidos se amalgaman de una manera única e irrepetible formando un acorde que sólo existe en este momento y en este lugar.

Descubro cuánto aprecio ser una de esas voces mientras me siento en el pasto que está fresco y algo húmedo. Veo cómo algunas personas nos miran con una sonrisa mientras que otras simplemente pasan.
Tal vez no nos ven como una extrañeza, sino como parte de todo lo que nos rodea.

Puede ser que nos sientan parte de la plaza, de la misma manera que la fuente, los bancos, las flores enormes y blancas que veo en los árboles y que no sé si tienen un nombre... Tengo la clara conciencia de que es así, de que no somos un elemento extraño en este instante, sino que existimos con la misma simpleza que los loros que mezclan su verde con el de las hojas y que cantamos con su misma naturalidad. Fluimos como fluye la savia de los árboles que nos rodean y nos gusta saberlo, pero aún así tenemos un poco de esa rareza humana de querer conocer lo que va a pasar. Comprendo que quisiera tener más certezas pero, aunque no las tenga, me siento entero. Sé que aún si me rompiera alguien uniría las piezas. Y lo celebro.

Celebro nuestras manos pasando la bebida que compartimos y las canciones a veces tontas que entonamos. La forma repetitiva pero necesaria de expresar nuestra visión de lo que nos pasa y las bromas que nos hacemos unos a otros.

Amo las sonrisas que me reciben cuando vengo por la mitad de la cuadra y saludo levantando las manos.

Celebro la manera en que se encadenan los acordes que repetimos una y otra vez, las frases que digo siempre y las que conozco como si fueran mías. Las escapadas al kiosco cinco minutos antes de vocalizar y las galletitas o las papas fritas compartidas en el patio del conservatorio.

Brindo por nuestras similitudes y también por nuestras diferencias.
Agradezco los caminos imprevisibles que nos unieron en este punto. Los aciertos, las decisiones, pero también los fracasos y las tristezas que dieron como resultado que hoy podamos compartir lo que somos. Agradezco las ilusiones que tenemos en común y hasta un poco de esa melancolía que sería mucho mayor si no fuera de todos.

Hoy sé que no siempre es posible mirar hacia adelante, pero no me importa. Veo alrededor y veo las mismas caras conocidas y escucho las mismas risas que se confunden con la mía. Sé que si mi risa se apaga habrá otra que haga de chispa para volverla a encender y que cuando necesite hablar habrá alguien queriendo callar para escucharme. Sé que si mi mirada se pierde mirando hacia ningún lugar, habrá quien lo note y que sepa que el cansancio que tengo es algo más que el de no haber dormido mucho.
Me basta con estas certezas y con ser siempre una nota del acorde.

Vuelvo a escuchar que alguien canta la primera nota y abro la boca para dejar sonar una tercera.

Desafino, pero no importa.

Practicamos la armonía sin reglas que no puede escribirse y que es la única que verdaderamente existe en la realidad.

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