miércoles, 23 de julio de 2014

XLVII

La dejé cuando supe que amaba el invierno.

A cualquiera le hubiera parecido una mala razón, o una exageración de mi parte. Pero no lamento haberlo hecho. No, no es una excusa, esa es la verdadera razón. Aunque se podría decir que fue una puerta que se abrió revelando detalles de su personalidad que yo hasta entonces desconocía, o no tomaba en cuenta en su verdadera dimensión, y que la separaron irremediablemente de mí.

No la juzgo ni la condeno. Sé qué, aunque cueste creerlo, mucha gente siente afecto por esa estación, pero no es la clase de gente con la que quiero pasar mi vida. Salvo casos excepcionales, pero enseguida entendí que no era el de ella.

Habíamos estado juntos un tiempo cuando me hizo esa odiosa confesión. Nos habíamos conocido hacia el final de la primavera y habíamos estado saliendo desde entonces hasta principios de julio. Durante el verano la escuché quejarse varias veces del calor pero, aunque un poco enérgica en sus quejas, llegando incluso a un lenguaje algo vulgar, no le di demasiada importancia. Pensé que se trataba de algo normal, y no de algo semejante. Si hubiera imaginado lo que en realidad sucedía, no hubiéramos seguido juntos los meses siguientes.

Sé que tanto ella como yo fuimos sinceros y no ocultamos al otro nuestras personalidades. Parecíamos pensar de la misma forma en muchas cosas y teníamos aficiones en común, pero casi siempre en el ámbito de lo cultural. Recién la mañana en que me dijo que amaba el invierno supe lo distintos que éramos, al punto de no querer estar más con ella.

Ese día yo no tenía que trabajar, debido a que se habían suspendido las clases por no sé qué motivo en la escuela en la que enseñaba. Ella, que con sus veinticuatro años nunca había trabajado, estaba más o menos libre de sus estudios y quiso ir a comprar un libro medio raro en una librería especializada en Belgrano. Me levanté temprano, a eso de las seis y media, y la pasé a buscar por su casa de Devoto. El primer rato juntos fue normal, sin ningún indicio de lo que pasaría después. Cuando subimos al colectivo, enseguida empezó a hacer comentarios sobre el tiempo, pero no pensé que iban a desembocar en esa desafortunada frase que me desengañó totalmente de ella.

"Amo el invierno".

El ver sus labios, que tan hermosos me habían parecido desde siempre, pronunciando esa frase, hizo que se me helara la sangre. Creo que debo haber tenido la misma sensación que sufren los personajes de las novelas fantásticas cuando descubren que el ser amado se convirtió en un poseído o en un no muerto.

Siguió hablando de otros temas durante varios minutos, como sin darle importancia a lo que había dicho, pero yo ya no la escuchaba. Sé que suena descortés, pero en lo único en lo que pensaba era en tocar el timbre y, sin decirle ni una palabra, bajarme del colectivo, alejarme de ella y no verla nunca más.

Pero no lo hice. A pesar de todo el rechazo que ahora sentía por ella, me comporté como un caballero y enfrenté la situación.

"No quiero que nos veamos más." La interrumpí cuando me hablaba de no sé qué filósofo alemán que había escrito no sé qué libro idiota que expresaba que la vida no tenía sentido y que el suicidio era el único acto de grandeza moral del que era capaz el ser humano.

Me miró paralizada un momento. Se río. Lloriqueó. Me preguntó si lo decía en serio. Me preguntó qué me pasaba. Y empezó a los gritos. Me dijo que seguro la engañaba, que era un salvaje, además de un montón de insultos, y luego se quedó en silencio mirándome con tristeza.

Sin hablar, le hice señales para que bajáramos del colectivo y caminamos hasta una plaza, donde me senté en un banco y esperé que ella hiciera lo mismo. Mientras se frotaba un brazo para calentarse, me dijo si podíamos hablar en otro lugar y nos fuimos a un Café Martínez que averigüé que había a dos cuadras de ahí.

Antes de que dijera nada, se lo dije. Le expliqué que no podía estar con alguien que decía amar el invierno y me preguntó si la estaba cargando. Empezó a los gritos, me trató de mentiroso y me diagnosticó tres o cuatro patologías psicológicas.

Le pedí que se calmara y, cuando más o menos lo hizo, le dije las siguientes palabras:

-Vos me decís que amás el invierno, y pretendés que haga como si nada hubiera pasado. Es demasiado. No, no creas que es una excusa. Sabés que yo te busqué a vos y que mientras estuvimos juntos siempre te demostré lo importante que eras para mí. Pero estaba equivocado. Lamento si te duele escucharlo, pero es la verdad. A mí también me dolió mucho eso que dijiste hace un rato, pero ya no se puede borrar.

Cuando yo digo que amo el verano, digo que amo el sol. Que amo sentir el contacto del aire en la piel, el gusto a agua salada en la boca, la arena rasposa en las plantas de los pies. Digo que amo caminar kilómetros por la playa y acostarme escuchando el ruido del mar, con el cuerpo cansado de haber corrido y nadado y con las mejillas y los hombros ardiendo con el calor del sol que todavía se mantiene en mi piel por la noche.

Cuando vos decís que amás el invierno, no me estás hablando de amor. Me estás hablando de miedo. No amás respirar el frío limpiando tus pulmones por la mañana, no amás el cielo claro de la noche, el color gris de las calles o los árboles deshojados. No amás el desafío de salir al mundo moviéndote con los elementos en tu contra.

Amás tu resguardo, amás tu casa calefaccionada, tus libros nihilistas que te hacen sentir mejor que los demás por decir que nada tiene sentido, tus masas finas de panadería en cada merienda, los cuidados de tu familia que no te deja conocer el mundo.

Admiro a la gente que realmente ama el invierno, porque son personas excepcionales. Pero son los que aman la parte de la vida que transcurre en esa estación, que es una parte difícil. Es la gente que toma la vida como un desafío, que no se cree intelectualmente superior como vos, pero que intenta superarse todo el tiempo y ve en la dificultad una forma de aprendizaje.

Son los campesinos, los aventureros, los que practican supervivencia o deportes extremos. La gente que ama tanto la vida que es capaz de exprimir la savia de todas las estaciones. Vos sos todo lo contrario, y eso es lo que no estoy dispuesto a aceptar. Vos preferís guardarte en tus libros y caminar por tu alfombra europea, antes que salir al mundo y correr riesgos. Te burlás de la gente que sigue los partidos de fútbol porque te parece algo primitivo. Ojalá fueras más primitiva. El hombre primitivo, el ser humano, tiende hacia la vida, hacia la supervivencia, pero más que eso. Tiende hacia el crecimiento y la novedad.

Vos vivís enfocada en la muerte. En los riesgos que tiene el mundo fuera de tus libros y en las razones que tienen esos frustrados filósofos alemanes o rusos que léés para rechazar tener una vida. Por eso no puedo seguir con vos. Por eso no puedo soportar que me digas una frase como la que me dijiste hoy. Porque soy primitivo. Porque amo la vida, el sol y el calor, y la mugre, y el cansancio, y hasta el frío, pero no de la misma manera que vos decís amarlo. Amo todo lo que encierra ese sentido que tus filósofos nunca van a encontrar en la tinta importada de sus lapiceras.

No me contestó una palabra. Sabía que tenía razón. Escuchó mis razones y las entendió perfectamente, porque teníamos una manera muy parecida de razonar y de expresarnos. En su cara vi que no iba a volver a buscarme. Así como entendió que yo decía la verdad, también supe que no estaba dispuesta a cambiar.

Todavía hoy, después de varios años, me acuerdo de ella. No tanto porque la extrañe, sino porque quisiera saber que ya no es así, que cambió, que dejó su amor al invierno y su enclaustramiento intelectual para vivir una vida sin miedo.

Antes de ayer, un amigo me dijo que creyó haberla visto pescando descalza en la costanera. Ojalá sea cierto.

Me haría muy feliz saber que eligió vivir.

XLVI

Que te sobren cien hojas de un cuaderno sin letras.
Que te fallen las rimas
(o que no quieras rimar).
Que no encuentres acordes,
ritmos,
melodías,
metáforas precisas,
imágenes.

O que pases treinta noches enteras sin soñar
que olvides los horarios y fallen tus alarmas.
Que no veas el cine que alaban los que saben,
o que dicen que saben.
Que te pierdas los discos que "tenés que escuchar".

Pero que no te falte reír todos los días,
el sol en las mejillas,
las rodillas con barro,
el gusto a agua salada en el aire
al costado del mar,
la lluvia,
la mañana,
la brisa que te traiga el perfume de un tilo,
el momento preciso de atrapar el presente,
de moldear con tus manos lo que es,
de rozar con tus dedos la sustancia del tiempo,
dar un paso adelante sólo para explorar.

Y contar con tus fuerzas como toda herramienta
y tener la certeza de quien sabe avanzar
sin contar las distancias,
sin temer descansar,
sin mirar la ventana imaginando mundos:
descolgando los mapas. Saliendo a caminar.

Que no esperes que nadie te rescate de vos,
de una cárcel que armes por querer escaparte.
Que tomes decisiones.
Que enfrentes el invierno, que respires su aire
y lo sepas amar.

Que no esperes la suerte,
o el momento preciso,
que sean tus acciones
mucho más que soñar.

Que caminen tus pies,
que se gasten tus suelas,
que tus manos construyan,
que te duela la carne
si dejás de intentar.

Pero que no te falte reír todos los días,
el sol en las mejillas,
las rodillas con barro,
el gusto a agua salada en el aire
al costado del mar,
la lluvia,
la mañana,
la brisa que te traiga el perfume de un tilo,
el momento preciso de atrapar el presente,
de moldear con tus manos lo que es,
de rozar con tus dedos la sustancia del tiempo,
dar un paso adelante sólo para explorar.

Y contar con tus fuerzas como toda herramienta
y tener la certeza de quien sabe avanzar
sin contar las distancias,
sin temer descansar,
sin mirar la ventana imaginando mundos:
descolgando los mapas. Saliendo a caminar.

XLV

Llegó a la puerta del consultorio pero se detuvo allí sin golpear. Sus manos adoloridas de tanto haber golpeado a su vecino la noche anterior se negaban a realizar un solo golpe más, aunque fuera a la puerta del doctor que podría curarlas.

Dio media vuelta y decidió acudir a las autoridades. Después de todo, su orgullo estaba más herido que su cuerpo y estaba seguro de que lo mejor era hacer la denuncia. Caminó las tres cuadras que lo separaban de la plaza principal, atravesó el césped ignorando involuntariamente el cartel que prohibía pisarlo, y se sentó a pensar en el banco despintado que estaba en la puerta de la comisaría.

Parecía sencillo. La denuncia era fácil de demostrar y así se libraría de su molesto agresor y aclararía haber actuado en legítima defensa, evitándose futuras complicaciones. Se miró las manos que casi sentía que se esforzaban en impedirle olvidar, debido al dolor constante, y volvió a analizar la situación. Sin duda haría la denuncia. No sería difícil demostrar que había sido él quién había escrito, con sus asquerosos dedos, ese inmerecido insulto en el parabrisas de su auto. Esas dos palabras que lo agraviaban de una forma tan horrible como inmerecida.

Sobre todo le molestaba la segunda: "sucio". Si algo no era él era sucio. El frente de su casa tenía poco tiempo para arreglarlo, pero más que algunas telarañas, nidos de pájaros y restos de comida no había. Y el auto, bueno. Sólo un poco de polvo en los vidrios, claro. Barro en las cubiertas, pero eso era inevitable. La mancha de sangre nunca supo cómo llegó allí, así que no iba a limpiarla.

Reflexionó un momento y pensó que sí, tal vez era algo sucio. Podía reconocer eso y darle la razón a su vecino en ese aspecto, pero aún no se arrepentía de haberlo golpeado. Era la primera palabra escrita en el parabrisas la que más lo injuriaba. La que hería su honor, la que lo calumniaba de una manera tan humillante como nunca lo habían hecho y que, se dijo a sí mismo, de ninguna manera merecía.

Enérgicamente se levantó del banco e ingresó a la comisaría a hacer la denuncia. Nunca, por ninguna razón, nadie más volvería a llamarlo de esa forma.

-Vengo a denunciar que escribieron la palabra buchón en el vidrio de mi auto.

XLIV

Noctámbulas gotas de lluvia juegan en la calle.
Pasaron la tarde durmiendo, esperando, guardando energías.
Al caer la noche (si es cierto que cae) bajaron con ella de un salto mortal.
Golpearon sus cuerpos diminutos y blandos. Chocaron con ritmo siempre irregular.

Vinieron de a cientas, de a miles, millones. Un número tan impreciso como real.
Golpearon las ramas, los techos, los autos, el asfalto, las cabezas, los paraguas.
Se escondieron entre las baldosas y se metieron dentro de algunos zapatos y zapatillas.

Algunas se quedaron aferradas a las hojas de los árboles.
Otras buscaron filtrarse por las venas de la ciudad, buscando llegar al río o, con algo de suerte, al mar.
Muchas ya duermen amontonadas, abrazadas como si tuvieran frío.

Están las que todavía juegan, saltando, chapoteando sobre sí mismas. Se cansaron de ser símbolo, metáfora. De ser siempre medio y nunca ser fin.De ser nombradas en canciones que no les pagan regalías que tampoco quieren ni necesitan.Y siguen bajando. Invadiendo jardines, casas, garages. Cancelando planes, doblegando espíritus. Haciendo y deshaciendo a su antojo. Desoyendo normas, pronósticos, leyes y estatutos. Cayendo. Bajando. Miles de millones. Millones. Mil. Una. Una. Una.

XLIII

Calle violeta.
Gotas de primavera:
jacarandáes.

XLII

Desapego, soltar, seguir adelante.
Palabras en boca de todos últimamente.
Frases hechas que dice la gente derrotada para aceptar lo inevitable.

Pienso que no es tan mala la falta de certezas, sino la necesidad de ellas.
Esa cobardía que es moneda corriente, que consiste en no arriesgar si existe el más mínimo riesgo de perder.

Con vos arriesgué, gané, perdí.
¿Todo pasa por una razón?

Mentira.

Pero viví. Vivimos. Fuimos felices.
Y yo sé que fue real.

Supongo que algún día podré volver a escuchar "el pibe de 
los astilleros".
Supongo que ante la certeza de que no puedo entender, sólo me queda aceptar.

Brindo por lo que fue.

"Cuando te consueles, siempre se consuela uno, te alegrarás 
de haberme conocido".

XLI

Eran cerca de las seis de la tarde cuando encontré la casa. En lugar de la placa con la numeración había sólo una mancha gris pero, por las indicaciones que había recibido, no tenía dudas de que ese era el lugar. La única ventana que daba a la calle había sido cerrada con ladrillos. Una puerta doble de rejas oxidadas me separaba del pasillo que llevaba al interior. No había timbre y las dos mitades de la puerta habían sido soldadas como para nunca volverse a abrir. Sin embargo, toda la información con la que contaba señalaba que mi cuñado aún vivía allí.

    Era un hombre que lo había tenido todo. Se crió en una familia de buena posición económica y vivió en el barrio de Belgrano hasta que tuvo la edad para estudiar marketing, carrera que cursó en no sé qué universidad del extranjero. A los veinticuatro años ya era más rico que la mayoría de las personas que conozco y a los veintisiete se casó con mi hermana. Ambos eran felices, se llevaban bien y nunca tuvieron problemas, al menos que yo supiera. Sin embargo, inexplicablemente, él la abandonó con cuatro meses de embarazo.

    No supimos nada de él hasta la semana pasada cuando, por casualidad, crucé unas palabras con alguien que había sido uno de sus mejores amigos. Me aseguró que no había sabido más de él, "como si se lo hubiera tragado la tierra", pero me dio varios teléfonos y direcciones de correo de personas que me fueron guiando hasta esa casa.

    Aunque la reja tenía púas en la parte superior, trepé por ella sin mayor dificultad y enseguida estuve en el pasillo que conducía a la puerta de entrada. Mis pies pisaron un cemento polvoriento y lleno de hojas secas por el que parecía no haber pasado nadie en mucho tiempo. Todo daba una sensación tal de abandono que golpeé la puerta sólo como una formalidad, porque ya no creía que nadie viviera realmente allí.

    No me extrañé cuando no hubo respuesta. Pensé en retirarme, pero después pensé en mi hermana y sentí que no perdía nada en volverlo a intentar, así que volví a golpear la puerta. No sé si por nervios o por aburrimiento, pero me puse a cantar con voz algo fuerte una canción que no recuerdo. Una voz algo ronca me interrumpió desde adentro:
    -Basta, por favor.
    -¿Hay alguien?- contesté. -¿Me vas a abrir la puerta?
    No recibí más respuesta que el silencio pero, dispuesto a entrar por el medio que fuera, grité que seguiría cantando hasta que me abrieran la puerta. El silencio continuó pero, unos quince segundos después, la puerta se abrió. Como el interior estaba totalmente a oscuras no pude ver a nadie, así que saqué el celular del bolsillo y lo usé para hacer un poco de luz. Cuando atravesé la puerta lo vi. Estaba sentado en el piso, de espaldas a mí y con la cara pegada a una pared.

    En ese momento sentí un gran alivio. Lo había odiado profundamente. Él, que lo había tenido todo, había abandonado a mi hermana a quien decía amar, arruinándole la vida. Ahora, al verlo en ese estado, no podía sentir sino compasión y dar por sentada su locura. Estuve como un minuto mirándolo, sin hablar, confundido por la situación, aturdido por el olor desagradable de los restos de comida tirados por toda la habitación y pensando en la inutilidad de razonar con alguien a quién creía loco. Fue él quien habló primero:
    -Fuera.
    -No sin que me digas por qué te fuiste.

    Recién entonces pareció reconocer mi voz y se dio vuelta como para mirarme, pero no abrió los ojos. La imagen que vi no fue agradable, pero tampoco algo demasiado llamativo para alguien en su situación. Su pelo sucio y desarreglado parecía haberse enredado hasta formar algo así como rastas y la barba desprolija le cubría gran parte de la cara que no parecía tener expresión alguna. En la penumbra pude ver sus labios pegoteados que se separaban para empezar a hablarme de nuevo, con una voz destimbrada y de entonación monótona.

    -Esto no tiene nada que ver con ella.
    -Quiero saber por qué la abandonaste.

    Dudó unos segundos, pero luego comenzó a hablar. Supongo, por la forma en la que pronunció su discurso, que expresó ideas que venía elaborando desde hacía mucho tiempo.
    Esto fue lo que me dijo:

    Yo era feliz. Nací en una familia que me dio todo. Me mandaron al mejor colegio que se podía pagar y me compraron juguetes que nadie podía tener. Me cuidaron, pero también me incentivaron para que fuera independiente y para que triunfara.
    Y así fue. Toda mi vida no fue más que un logro tras otro. Los estudios y el trabajo, la vida social. Siempre amé las cosas que hacía y me llevé bien con la gente que me rodeaba. Recuerdo la infancia junto a mis hermanos. Yo era el único al que siempre le gustaba todo. Cuando en mi casa compraban el diario, ellos iban directamente a los chistes de la última página, pero yo lo leía todo. Me interesaba la política, los deportes, los espectáculos, la tecnología, las noticias policiales, y los chistes que leían ellos. Lo mismo pasaba con la comida. No había nada que no me gustara. En el colegio nunca pude entender cómo mis compañeros se aburrían con determinadas materias. Para mí todo tenía algo de interesante y me producía algún placer.
    Lo mismo pasó en mi adolescencia. Arte, deporte, estudios, todo me gustaba, todo me producía diversión. Además, mi carácter alegre y bromista hacía que la gente buscara mi compañía y todos se sentían a gusto conmigo.
    Después la conocí a ella y, como siempre, fui feliz. Siempre nos llevamos bien y, aunque llegamos a tener algunas discusiones, nuestro buen ánimo hizo que siempre saliéramos mejor parados después de resolver nuestras diferencias.
    Un día, a mitad de mayo, me vino con la noticia del bebé. No lo pude soportar. No, no me malinterpretes. Era lo que más había querido toda mi vida. Alguien que se pareciera a los dos, que tuviera un poco de ambos y algo de sí mismo... ¿suena bien, no?
    Ese era el problema. Hacía meses que lo venía pensando: toda mi vida no había hecho más que ser feliz. Esa era mi desgracia. ¿Escuchaste la frase "el invierno fue largo"? ¿Te parece que una estación puede ser más larga que otra? Sí, así es. Cuando algo nos aburre o nos desagrada, el tiempo se alarga. Y no es una metáfora. La gente pobre tarda más que los de clase media en pasar un mes. Una semana de clases dura mucho más que tres meses de vacaciones y un segundo en que se está pasando frío es más largo que dos horas y media viendo una película en el cine.
    Cuando entendí todo eso, empecé a huír de la felicidad. Comencé a despreciar las diversiones y las alegrías y a apreciar el aburrimiento y la tristeza. No soy un asceta ni un santo, aunque pienso que todos ellos buscaban lo mismo que yo: escapar de la muerte.
    Hace tiempo comprendí que mi vida, al no ser más que felicidad, era más corta que la de la mayoría de las personas y eso me asustó. De día era feliz, reía, cosechaba éxitos. Por las noches me sentaba en la cama transpirando y respirando agitado porque comprendía que estaba corriendo una carrera hacia la muerte. Entendí que no podía evitar el hecho de morir, pero podía aplazarlo lo más posible.
    Comencé a rechazar invitaciones de conocidos, dejé de escuchar música y de mirar películas. Limité las conversaciones con mi esposa a lo estrictamente necesario y a veces hasta generé discusiones intencionalmente para no disfrutar de mi relación con ella. En el trabajo fue algo parecido: intenté que se volviera aburrido, aunque disfrutaba todo lo que hacía.
    Cuando ella me dijo que estaba embarazada fue cuando finalmente comprendí todo. La felicidad, es decir, la muerte, me perseguía. No esperé que ella entendiera y supe que me iban a condenar por la decisión que estaba tomando, pero pensé que el mismo remordimiento alargaría mis días, alejándome así de la muerte.
    Así que me compré esta casa. Elegí esta parte de La Paternal porque no pasan muchos colectivos y es un lugar especialmente silencioso y me encerré para aburrirme lo más posible. Había leído como los filósofos zen inspiraban a la gente a amar lo cotidiano y busqué rechazar hasta las cosas más simples ya que, por mi naturaleza, me causarían placer. Sabía que si cocinaba o me afeitaba disfrutaría al hacerlo, así que decidí evitarlo. Tampoco entró en mis planes limpiar u ordenar la casa, ya que eso hubiera sido una forma más de acelerar mi muerte.
    Como siempre tuve dinero de sobra, dejé dinero a una persona que no voy a nombrar para que me pasara agua y comida por un agujero que hice en la pared del fondo. Le dejé instrucciones precisas para que evitara todo lo que me agradaba comer y para que dejara los alimentos de manera tal que yo no me diera cuenta de que faltaba o sobraba comida, para que nada alterara mi monotonía. Además de esto, trato de comer regularmente pero siempre quedándome con un poco de hambre, para nunca sentirme totalmente satisfecho, pero tampoco disfrutar demasiado el momento de la comida, de la cual no puedo prescindir para mantenerme vivo.
    Por supuesto, no tengo luz, ni pasatiempos, ni nada que me haga sentir bien. Quise que la casa pareciera abandonada para que nadie viniera a molestarme y dejé todo arreglado para que así fuera.
    La lluvia es una de las pocas cosas que todavía acorta mi vida. Aaah, qué placer mortífero es escuchar las gotas cayendo. Disfruto horriblemente oyendo el sonido del agua impactando sobre el techo. Me imagino ritmos con el sonido de las gotas, pienso en qué superficies caerán, qué trayecto habrán hecho desde las nubes, pienso tantas cosas... Y las tormentas me matan. Es tanto lo que las disfruto, que siento que voy corriendo hacia el patíbulo.
    Cualquier distracción queda en mi mente y me produce ideas que trato de desechar. Para colmo, al estar en la oscuridad sin hacer nada, a veces me vienen ideas a la cabeza, como sueños. No sé mucho qué hacer en esos momentos, pero me doy vuelta y empiezo a mirar otra de las paredes tratando de mantenerme despierto y de alejar esas ideas.
    Cuando cantaste hoy, sentí que me estabas poniendo un arma en la cabeza. El sonido de tu voz me hizo imaginarme que veía a una persona. Imaginé cómo eras, la forma de tu cara, la ropa que vestías... Pensé en cómo habrías llegado acá, quién serías, qué buscabas y cuáles serían tus ocupaciones. El tiempo en que pensaba todo eso pasó volando. Y peor que esto: la canción quedó en mi cabeza. Desde que estoy acá vengo tratando de olvidar historias, canciones, hasta palabras: todo lo que pueda distraerme y hacer que mi tiempo corra más rápido.
    No pido que me entiendas, pero necesito que te vayas. Afuera deben pensar que estoy loco y es mejor así. Sus sacerdotes, sus médicos, sus amigos, sus proyectos, todo lo que tienen, todo lo que aman, todo lo que emprenden, es todo con un solo objetivo: escapar de la muerte. En realidad creo que saben que tengo razón, pero no tienen el valor de aceptar que la única manera de escapar es aburrirse. Yo lo tuve.

    En ese momento volvió la cara hacia la pared y supe que no iba a volver a hablarme. Puede ser estúpido, pero sentí que si me quedaba o si hablaba, sería como si le quitara el agua a una persona que camina por el desierto.

    No volvimos a saber de él. Creo que un día de estos mis familiares o los suyos lo van a ir a buscar y lo van a sacar por las buenas o por las malas, pero a mí me preocupa otra cosa. No me preocupo por mí, porque siempre tuve un carácter melancólico y hasta amargado que me impidió disfrutar la vida, pero temo por mi hermana. A pesar de todo, ella es una persona muy feliz y temo que él tenga razón. Me gustaría verla menos alegre o, al menos, que se aburriera un poco.

XL

Demasiadas prisiones con ruedas y asientos ofrecen boletos para la rutina por unas monedas.
Demasiados parásitos grises de hierro y cemento consumen los barrios,
beben de su agua y agotan su vida.
Demasiadas personas todavía creen en el amor a primera vista.

Demasiadas voces nos gritan mentiras entre
demasiadas luces, carteles y ruidos,
demasiada gente, demasiadas marcas,
demasiados sueños de papel de revista.

Demasiada forma, demasiada prisa.
Demasiado ritmo y sentido común.

Necesito menos:
Un poco de sol.
Viento.
Una melodía que no tenga muchas notas para que yo la pueda silbar.
Pasto, un río.
Un árbol viejo.
Ese tiempo muerto de tarde de lluvia que no tiene nada que ver con relojes.
Manos que se extiendan sin ofrecer o pedir dinero, oídos que escuchen sin esperar el momento de hablar.

Hay muchos adornos, demasiada prisa, demasiadas sobras de un mundo barroco.
Poco contenido, demasiado exceso.
Necesito menos.

XXXIX

El ser humano es la parte del cosmos dotada de la capacidad de hacer ruido.
No hay otro ser ni forma inanimada que posea tan dudosa virtud.

No hay ruido mientras las fieras combaten por controlar una manada emitiendo alaridos ensordecedores.
No hay ruido cuando la tormenta extiende sus dedos luminosos para alcanzar explosivamente la tierra, ni tampoco cuando el mar golpea obstinadamente las rocas haciendo oír su furia casi como una advertencia.

Ruido es cuando un colectivo atraviesa la calle bramando furiosamente, despertando a su paso el incesante quejido de la alarma de un Renault Clio.
¿Cuál fue la fría oficina, llena de luces innecesarias y de publicidades absurdas, en que un inventor desquiciado concibió semejante monstruosidad? ¿Qué siniestra idea de orden poseía aquella mente soberbia y ególatra que ideó tan nefasto dispositivo, con ninguna otra utilidad aparte de perturbar la escasa calma del hombre de ciudad?
Si creyera en las teorías conspirativas, creería que no pudo ser la obra de un hombre solo. Nadie pudo ser capaz por sí mismo de semejante atrocidad.

Debe haber alguna logia maligna, una antigua sociedad secreta cuyo origen se remonte a los primeros humanos.
Después de todo, el aumento de la intensidad en los ruidos con los que convivimos día tras día, no hace otra cosa que confirmar esa teoría. Tal vez alguna logia, la peor de todas, esté desde hace tiempo en el poder, ejerciendo su reinado de ruido y terror en cada una de las ciudades del mundo.
Si así es, seguramente estarán leyendo esto.

Sepan que les declaro la guerra.

XXXVIII

Es poca la luz que atraviesa los párpados aunque sean sólo una delgada capa de piel.
No hay sentido de la perspectiva cuando nuestros ojos están cerrados.
Entonces es cuando llegan otras imágenes.
Esas que no capta la retina pero que se impregnan fuertemente en esa parte de nosotros que apenas conocemos.

La certeza de ignorar la naturaleza de alguna cosa es lo que la vuelve bella a nuestros ojos.
Ya no adoramos al Sol, porque sabemos que es una enorme masa de hidrógeno y helio.
Dejamos de temer a la oscuridad cuando pudimos medirla y controlarla.
Ya no hay mares infinitos, no hay continentes desconocidos ni civilizaciones perdidas que encontrar.

Todo parece trivial cuando conocemos sus secretos. Todos somos cínicos y escépticos cuando creemos entender algo.

Sin embargo, queda ese espacio incomprensible, a veces difuso y a veces más tangible que lo que podemos tocar.
Ese plano inconsciente donde todo parece alcanzable e inmediato porque no existen ni la perspectiva ni el tiempo.
Ese no-lugar donde el miedo a la oscuridad nunca dejó de existir y la incoherencia es siempre natural.

¿Qué prefiero?
Prefiero ese estado entre el sueño y la vigilia que se parece a lo que nos cuentan que es la inspiración.
Prefiero la mirada natural de quien no intenta descartar una parte de sí mismo.

Siempre me gustaron esas horas en que es difícil distinguir el día de la noche.
Entre la luz y la oscuridad, no existe el gris.
Hay un profundo color naranja.

XXXVII

Una cuadra de oscuridad.
Unos cien metros en los que todavía exista la noche.
Un lugar que no me haga sentir una ave que mantienen alerta para seguir consumiendo.

Debe existir...
Donde no tenga que cuidarme de que algún reflector paranoico despierte al verme pasar.

Quiero estar ahí.

No quiero ver solamente las estrellas que brillan más.
Prefiero ver el negro salpicado de blanco de las noches de verdad.

Quiero volver a notar que mis pupilas se dilatan y que mis ojos se acostumbran a la oscuridad.
Quiero sentir el brillo apacible de la luna llena.

Unas cuantas baldosas que las sombras no pisen cuando el sol se haya ido.
Una cuadra sin luces.
Una cuadra de noche.

Debe existir.

XXXVI

Si la Tierra se funde en el Sol, si arden los bosques y el mar, y hasta el aire se consume dentro de una estrella roja,
que valga la pena.

Flores blancas brotan de las ramas muertas hace pocas horas.
Es una imagen extraña, inesperada.
Tal vez todo dure un instante, como el olor del tilo en el aire, o la alfombra violeta debajo de los árboles de jacarandá.
Como este día, como el mes de Noviembre, como el tiempo que se comprime en nuestras mentes entre aquellos momentos en que realmente nos sentimos vivos.

Respiro. 

XXXV

Miro por la ventana mientras el viento desordena mi pelo. Veo árboles, caminos, fábricas. Lugares que desconozco y que inútilmente trato de comprender con un solo golpe de vista.

No hay tiempo para más.

El tren avanza y se detiene un momento en la estación. Apenas llego a ver un perro acurrucado debajo de un banco verde, durmiendo ese sueño tranquiulo que sólo conocen los animales y los chicos.

Avanzamos nuevamente.

El paisaje nunca se detiene y vuelvo a ver árboles, gente caminando, casas, autos... No puedo detenerme a inspeccionar nada, no depende de mí. No puedo hacer que el tren retroceda ni hacerlo cambiar su dirección. Podría bajarme en cualquier estación y tomar el tren de regreso, pero no serviría de nada. No podría encontrar los mismos árboles, no podría reconocer las construcciones que hace minutos me llamaron la atención ni encontraría al perro durmiendo.

Mientras estoy en mi asiento, todo me parece lineal, como una mala película o como la manera en que (mintiendo o no) nos dijeron que transcurría la vida.

No sé.

No sé si me gusta viajar en tren.

Las vías ofrecen un camino seguro, pero la seguridad es una forma de limitarnos.
Siento que cada imagen que veo en la ventana es un momento que se fue para siempre, una persona que no conocí, una estación en la que hubiera querido quedarme. Sin embargo, la gente sigue subiendo y bajando del vagón y las caras van cambiando a mi alrededor. A veces siento la tentación de abrir la boca para decirle a los que suben que no lo hagan, que una vez arriba nunca podrán volver, que no se dejen engañar por los carteles de las paradas, que sus nombres son poco descriptivos y no nos dicen adónde se dirige el tren realmente.

Otras veces pienso que es cierto eso de que hay un destino, que el tren va a llegar a algún lugar que existe en realidad y que las vías no fueron diseñadas por un demente ni evolucionaron por azar como una inerte e insensible forma de vida.

Un guardia me pide el boleto y lo marca con una agujereadora sin siquiera mirarlo.

Entonces comprendo.

El boleto no es una garantía, sólo expresa una intención.
No asegura el lugar al que se va a llegar, ni siquiera que se vaya a llegar a alguna parte. Ese pedazo de papel es sólo un talismán, algo que uno guarda sin saber por qué, pero brindándole una confianza casi ciega. Algo que se intenta no perder esperando, sin ninguna razón realmente valedera, que nos guíe a nuestro destino.

Esa falta de certeza me tranquiliza: me da libertad.

Comprendo que puedo elegir. Puedo aferrarme al boleto y creer en sus poderes mágicos, o puedo hacerlo pedazos y bajar cuando quiera.

Por ahora sigo adelante.
Tal vez me aburra y baje en la primera estación.
Mientras tanto, disfruto viendo el verde por la ventana.

XXXIV

Hay pocas palabras y ninguna sonrisa,
pero todas las caras muestran un poco de sueño.

La espera inquieta siempre y sólo existe cuando se tiene conciencia de que se espera.
El presente parece irreal cuando la mente y el cuerpo luchan por separarse y la voluntad se encuentra dividida.

Escucho a alguien carraspear mientras unas voces me llegan de afuera como murmullos...

Estoy sentado junto a la ventana.
El sol de la mañana brilla en un cielo sin ninguna nube.

Alguien corta el pasto (siento su olor llegar hasta mí).

Camino sobre la línea del horizonte. Intento hacer equilibrio, pero me encuentro en una penumbra de la conciencia similar a ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia que se puede alcanzar a veces al acostarse o antes de levantarse de la cama.

XXXIII

Un reflector profana la oscuridad con su luz prepotente y oculta tres cuartas partes de las estrellas del cielo.En otro tiempo las noches claras eran las de luna llena, pero ahora un agresivo color amarillo intenta forzar la claridad sin interrupciones.

¿Para qué?

Otra vez el hombre decidiendo cómo debe ser el curso de las cosas, buscando seguridad a cualquier costo, declarando que la naturaleza es imperfecta y que él habría hecho una creación mucho mejor y en menos de siete días.Una ciudad hecha de piedra y metal ocupa una tierra que supo ser fértil, donde la vida desbordaba y las estaciones se sucedían con naturalidad. Hoy los hombres corren al ritmo de las máquinas que ellos mismos inventaron para poder someter sus vidas a patrones mensurables. Mientras tanto, elaboran complicados sistemas para simular la realidad que por cobardía están dejando atrás y reemplazarla por una versión acartonada y caricaturesca.La ambigüedad mancha las bocas con palabras absurdas mientras el lenguaje deja de ser una forma de comunicación para volverse el arte de la ironía, donde cada vocablo sólo es un disfraz.

XXXII

Quiero un cielo de un color entre azul y celeste que no tenga nombre.
Y también muchas nubes que no se parezcan a nada.
Y un viento caprichoso que cambie de sentido.
Y la arena en el aire, y el silencio y el frío.

La rara presencia de algún pescador con un balde vacío
y la playa desierta de sombrillas.
El mar a pocos pasos de los médanos
y la calle vacía de autos y de ruidos.

Quiero un mundo sin metáforas y sin artificios
donde pueda ver la belleza sin patrones ni formas.
Que el pasto sea hierba y no una verde alfombra.
Que el sol sea una estrella y no sólo una lámpara.

Sentir el gusto a sal con los pies en el agua
y golpear con las manos abiertas la espuma de las olas
sin medir su blancura.

Probar la realidad y encontrarle sentido
aunque no se parezca a lo que hay en los libros.

Y vivir sin manuales en un mundo sin símbolos,
olvidando protocolos y estéticas absurdas.

Quiero hoy.
Quiero ahora.
la verdad que es presente y experiencia directa
de un mundo sin metáforas y sin artificios.

XXXI

Si existe el tiempo, debe ser una sombra.

Un espacio manchado de gris que repta por el suelo mientras nadie lo nota.
Una hoja amarilla que planea saltar al vacío.

El aire que se toma entre una frase y otra,
el compás impreciso que hay al parpadear,
el fluir de la sangre,
lo que dura la risa.

Debe ser el viento (ese viento que sólo murmura),
o la escarcha que apenas decolora el verde,
una franja de espuma en la arena,
unos granos que brotan en mitad de la tierra.

Si existe, no debe ser el oro.
Ni el tic-tac de un reloj,
ni un número cualquiera que puede convertirse en dinero.
No debe ser la espera de quien finge escuchar aguardando tomar la palabra,
ni tampoco la impaciencia de que llegue el momento de dejar una máscara.

Debe ser como un juego... como un juego de chicos,
con reglas inventadas por sus participantes,
y rodillas manchadas de tierra y de sangre.

Debe ser una broma que no tiene sentido,
pero que permite reírse sin motivo,
o una melodía que se puede frasear sin ajustarse al ritmo.

XXX

Ves una oruga que repta junto a tu pie. Normalmente no te molestaría, pero esta te resulta particularmente desagradable.
Está llena de púas y es de un color verdoso que te incomoda.
Decides que un ser así no merece vivir.
Si le acercaras tu mano, sin duda te provocaría un ardor muy fuerte.
No lo dudas: una criatura así de dañina debe ser exterminada de la faz de la tierra.
La pisas.

El bicho muere tan silenciosamente que te llama la atención.
Notas una mancha viscosa rodeando su cuerpo mientras retiras el pie ejecutor.

Más tarde lo descubres: la oruga era una larva.
Si la hubieras dejado vivir, se hubiera transformado en una mariposa monarca.
Sus alas anaranjadas hubieran dado un poco de color al gris de las calles.
Su liviandad te hubiera hecho sentir menos atado a la rutina y te hubiera hecho creer que también tus alas pueden crecer...

¡Basta!

¿Qué ridículo poeta situó a la mariposa por encima de la oruga? ¿quién grabó en nuestro inconsciente, a fuerza de repeticiones, la mentira de que las metáforas justifican una realidad que no tiene valor en sí misma?

¿En qué arrebato de orgullo decidiste que tus enfermos ideales de belleza y de utilidad pueden ser ley de vida o muerte?
¿Qué importa en qué vaya a convertirse la larva, o si su existencia ofende la caprichosa y selectiva delicadeza de tu sensibilidad egoísta?

Deja que la larva viva, no porque será mariposa, sino porque no te corresponde decidir si su existencia es o no prescindible.
Olvida las metáforas.
Deja de aplastar la ciudad para que se parezca a la maqueta que te hiciste de ella.

Deja de pedir razones a lo que te rodea.
La belleza de lo que parece inútil ostenta la perfección que no necesita justificarse a sí misma.

XXIX

Ráfagas. Viento.
Las copas de los árboles ensayan movimientos ondulantes como preparándose para un temporal.
Cada hoja emite un sonido mínimo y casi inaudible.
El semáforo de la esquina muestra apenas una luz amarilla, parpadeando como si intentara mantenerse despierto, pero los postes de luz se mantienen alerta como centinelas incansables.

(No vaya a ser que la noche sea verdadera noche y que el hombre pueda ver la oscuridad.)

Está todo perfectamente diagramado:
el espacio entre cada luz, su intensidad...
todo para que el cielo quede en segundo plano, para que las estrellas parezcan un puñado y sobresalgan rabiosamente los carteles publicitarios vendiendo frascos vacíos.

Me encandilo.

Prefiero la oscuridad antes que la luz desesperada que pretende ser día.
Prefiero el silencio antes que el zumbido sin vuelo de un foco de luz.
Tal vez sea todo parte del mismo plan de escape: el hombre huyendo del hombre, tapando la realidad con burdas caricaturas de seguridad y de luz.

Pero la naturaleza todavía resiste y la realidad existe independientemente de lo que pretendamos simular.
Las hojas de los árboles siguen moviéndose sin seguir ningún patrón, sólo guiadas por el viento que se cuela entre los edificios mientras el pasto brota entre cada espacio en las baldosas. La noche persiste más allá de donde alcanzan nuestros reflectores y el silencio aún perdura aunque nos empeñemos en engañar a nuestros propios sentidos.

Basta de luces innecesarias.
Basta de cartón pintado.
El mundo no es un teatro ni somos todos actores.

Me niego a llamar flor a un pedazo de plástico o a creer que un paisaje es igual a un decorado.

¿Por qué suplantar la realidad con una versión acartonada y fría de la misma?

Yo prefiero recostarme en el pasto aunque mi ropa se manche de barro.
Y tratar de contar las estrellas aunque no reconozca sus nombres.

Prefiero saludar con un beso antes que dar la mano y expresar lo que siento antes que usar fórmulas hechas.

Dejo a otros el vestirse de traje y el tratarse de usted.
Veo lo artificial como lo opuesto a lo bello. Y elijo lo bello.

Niego rotundamente toda concepción del hombre que intente redefinirlo y busco las respuestas en la naturaleza que, en nuestra soberbia, creímos imperfecta y perfectible.

Es de noche.
El viento ya no mueve las hojas, pero el silencio tiene casi ganada la batalla de hoy.
La luz de mi habitación pretende mantenerme despierto, pero no caeré en su trampa.

Cierro mis ojos a ese simulacro de luz.

Voy a dormir hasta que brille el sol.

XXVIII

Lluvia.

Gotas de agua que bajan desde lo alto y estallan contra el suelo.
Líneas de color gris que cortan el horizonte en forma casi siempre oblicua.
No simbolizan nada.
No tienen un significado, ya que no son una representación de algo más que de sí mismas.

Lluvia.
Lluvias.

Incontables gotas formadas por incontables partículas.

No son una excusa para resguardarse, ni tampoco la sustancia necesaria para evocar recuerdos o fragmentos de sueños.

Son el agua que gotea en las salientes de los techos de las casas colándose por nuestro cuello y mojando nuestra espalda.
El brillo espejado del asfalto, la trampa oculta bajo una baldosa floja, y la ropa pesada y fría que se vuelve una carga mojada.
Las formas irregulares que corren por los ventanas y por los parabrisas.

Lluvia.
Lluvias.

Todo.
Unidades.

Porciones de agua cayendo con suavidad o con violencia. Sin voluntad de dañar ni de ser bien recibidas, pero impregnándolo todo y transformando cada rincón que tocan.

Reivindico a la lluvia como lluvia.

Sin metáforas ni símbolos. Le devuelvo el valor que le quitaron siglos de representaciones y analogías.
La sitúo ni por debajo ni por encima de lo que pretendan hacerle significar.

Que otros deformen la realidad para ajustarla a sus caprichos poéticos.
Que otros gasten palabras intentando explicar.

Observo y callo.

Lluvia.

XXVII

El viento cambia de dirección sin esperar tu aprobación y aunque te niegas a reconocerlo.
Tomas arena en tus manos y la dejas caer sorprendiéndote al ver que no va hacia donde quieres.
Intentas convencerte de que nada cambió, y la arrojas con fuerza hacia al sur, pero sabes que no tiene sentido porque ahora es de allí de donde viene el viento.

No lo entiendes.

En un momento todo era como siempre habías recordado y un instante después nada es igual.
Te habías acostumbrado al viento del norte. Parecía brindarte seguridad, confianza, serenidad...
Llegaste a creer que su origen era el mismo sol y que por eso nunca se detendría.

Pero pasó.
Se detuvo de la misma manera en que empezó y sin que pudieras preverlo.

Ahora sientes la arena corriendo por tus pies descalzos y el aire alborotando tu pelo.
Miras al mar sin ver en sus olas ni una gota de cordura.

Tienes miedo.

Pero observas cómo se detienen aquellas aves que se atreven a desafiarlo y descubres que no quieres quedarte en donde estás.

Quieres fluir.
Quieres ser aire.

Y flotar con la ligereza de cada grano de arena, y quedarte en todo lo que te rodea como el gusto a sal que se hace parte de tu boca.

Y empiezas a creer que los puntos cardinales son sólo una convención, una forma de intentar dirigir el curso de la naturaleza o de justificar la orientación de los mapas.
Y no entiendes... pero no hace falta.

Sientes que la playa se hace pequeña mientras te dejas arrullar por el sonido del viento y te haces parte de su naturaleza.

Vuelas.

XXVI

¿Qué nombre le pondrías a un color que nunca nadie vio?
¿cómo enseñarías a leer a quién no sabe hablar o a sentir a quién sólo sabe pensar?

Hay cosas que tocan mi interior de una manera tan genuina que no puedo cuestionar.
Hay cosas que prefiero no explicar sino solamente describir y dejar que sean perfectas en su singularidad.

El aire impregnado de tilo y jazmín,
la lluvia brillando con los rayos del sol y un haz de luz filtrándose entre el gris de las nubes.
La sensación de calma al recibir un abrazo de un ser querido o al reencontrarse con los recuerdos de la infancia.
El sabor suavemente dulce de un té con limón y miel y el sonido inconfundible de la voz con que ladra mi perro cuando me oye llegar.
El agua del mar hermosamente fría del primer día de vacaciones y ese ardor en la piel después de pasar una tarde bajo el sol.

La alegría que no necesita ser explicada, la belleza en estado puro, las hierbas silvestres que nadie riega ni cultiva pero que simplemente brotan.
La lluvia y las tormentas que llegan sin pedirnos permiso y sin dejarnos serles indiferentes.

Hay cosas que tocan mi interior de una manera tan perfecta que no puedo cuestionar.

No voy a ser yo quien las menosprecie tratando de compararlas o buscándole justificación a su existencia, pero me gusta describirlas.
Y enumerarlas.

Y creer que sabés de qué sensación te estoy hablando y que entendés estas cosas de una manera parecida.
Y que sabés que hay cosas que quisiera que fueran distintas pero que no me creo con derecho de tratar de cambiar...

Escucho el sonido del agua del río.
Veo cómo se pierde más allá de donde puedo ver, pero sé que sigue corriendo.
No sé cuál será la direccion que tome y no voy a tratar de cambiar su curso.

Fluye.
No tengo nada que explicar.

Hay cosas que tocan mi interior de una manera tan natural que no puedo cuestionar.

XXV

No necesito metáforas.

Una calle cualquiera en cualquier momento del día.
El color gris del asfalto y del cielo.
La certeza de que me estás mirando de la misma manera en que yo te miro y de que soy el responsable del color rosado en tus mejillas.

Tus pasos y los míos esquivando las baldosas flojas que cubren los restos de la lluvia que acaba de terminar y que aún está presente en el olor del aire y en la humedad de tu pelo.
Las flores entre azul y violeta de los árboles de jacarandá esparcidas por la vereda de una manera tan hermosa como irregular mientras caminamos casi en silencio.

Y ese extraño deja vu...
Inexplicable como toda belleza, haciéndonos sentir parte de un sueño o de algo que simplemente debía suceder.
La conciencia absoluta de que está todo dicho pero que nos gusta decirlo de nuevo y esa alegría natural e infantil de estar viviendo en este preciso momento.

No quiero metáforas, ni razones, ni explicaciones de causa y efecto.
Quiero que compartamos ese todo tan eterno como indefinido que es el presente y saber que estás de la misma manera incuestionable que el aire que llena nuestros pulmones con cada respiración que damos.
Y entrelazar tu voz con la mía mientras notamos que nuestras manos hicieron lo mismo sin pedirnos permiso. Decirte sin evasivas lo que soy tan evidente en demostrar mientras tu sonrisa me confirma que ya lo sabías desde el primer momento.

Sin metáforas, sin palabras de más, sin adornos.

Sólo vos y yo... en una calle cualquiera en cualquier momento del día.

XXIV

Escucho sonar una nota y reconozco el timbre de la voz que la canta.
Su sonido aún se mantiene mientras mi boca se abre dejando oír una tercera mayor.
Presto atención mientras se suman las notas faltantes.
Las voces se unen perfectamente aunque la afinación no sea siempre exacta y los sonidos se amalgaman de una manera única e irrepetible formando un acorde que sólo existe en este momento y en este lugar.

Descubro cuánto aprecio ser una de esas voces mientras me siento en el pasto que está fresco y algo húmedo. Veo cómo algunas personas nos miran con una sonrisa mientras que otras simplemente pasan.
Tal vez no nos ven como una extrañeza, sino como parte de todo lo que nos rodea.

Puede ser que nos sientan parte de la plaza, de la misma manera que la fuente, los bancos, las flores enormes y blancas que veo en los árboles y que no sé si tienen un nombre... Tengo la clara conciencia de que es así, de que no somos un elemento extraño en este instante, sino que existimos con la misma simpleza que los loros que mezclan su verde con el de las hojas y que cantamos con su misma naturalidad. Fluimos como fluye la savia de los árboles que nos rodean y nos gusta saberlo, pero aún así tenemos un poco de esa rareza humana de querer conocer lo que va a pasar. Comprendo que quisiera tener más certezas pero, aunque no las tenga, me siento entero. Sé que aún si me rompiera alguien uniría las piezas. Y lo celebro.

Celebro nuestras manos pasando la bebida que compartimos y las canciones a veces tontas que entonamos. La forma repetitiva pero necesaria de expresar nuestra visión de lo que nos pasa y las bromas que nos hacemos unos a otros.

Amo las sonrisas que me reciben cuando vengo por la mitad de la cuadra y saludo levantando las manos.

Celebro la manera en que se encadenan los acordes que repetimos una y otra vez, las frases que digo siempre y las que conozco como si fueran mías. Las escapadas al kiosco cinco minutos antes de vocalizar y las galletitas o las papas fritas compartidas en el patio del conservatorio.

Brindo por nuestras similitudes y también por nuestras diferencias.
Agradezco los caminos imprevisibles que nos unieron en este punto. Los aciertos, las decisiones, pero también los fracasos y las tristezas que dieron como resultado que hoy podamos compartir lo que somos. Agradezco las ilusiones que tenemos en común y hasta un poco de esa melancolía que sería mucho mayor si no fuera de todos.

Hoy sé que no siempre es posible mirar hacia adelante, pero no me importa. Veo alrededor y veo las mismas caras conocidas y escucho las mismas risas que se confunden con la mía. Sé que si mi risa se apaga habrá otra que haga de chispa para volverla a encender y que cuando necesite hablar habrá alguien queriendo callar para escucharme. Sé que si mi mirada se pierde mirando hacia ningún lugar, habrá quien lo note y que sepa que el cansancio que tengo es algo más que el de no haber dormido mucho.
Me basta con estas certezas y con ser siempre una nota del acorde.

Vuelvo a escuchar que alguien canta la primera nota y abro la boca para dejar sonar una tercera.

Desafino, pero no importa.

Practicamos la armonía sin reglas que no puede escribirse y que es la única que verdaderamente existe en la realidad.

XXIII

Destellos dorados regalan su intermitencia al paisaje del atardecer.
Algunas sombras se escapan y buscan refugio cerca de las raíces de los árboles, donde ya no llega la claridad del día que termina.
¿Dé donde vienen aquellas criaturas portadoras de luz?
No es necesario saberlo.

Están.
Existen.

Son parte de la tarde como los últimos anaranjados rayos de sol y son parte de la tierra como cada hoja de la hierba que ahora parece de color gris.
Pero, sobre todo, son parte del aire.

Se esparcen como semillas y brillan como chispas de un fuego que está siendo avivado para que no se apague.
¿Cómo podríamos juzgar su razón de ser?
Existen con la simpleza de todas las cosas bellas, sin necesidad de explicaciones ni de metáforas. No son el reflejo de otro brillo, sino que son tan solo una expresión de sí mismas.

Tal vez alguien en algún lugar intentó ponerles un nombre, pero seguramente era una generalización que no se aplica a este momento y a este lugar.
Cada parpadeo es un instante único e irrepetible, y prefiero no intentar contenerlo.
Dejo que todo pase frente a mí y me quedo en silencio.

Sombras. Luces.

El aire florece mientras el sol cae como una hoja marchita.

XXII

Viento.

Veo moverse las copas de los árboles.
Observo que el sol produce incontables tonalidades de verde en cada hoja de cada árbol y escucho el sonido del aire.
Cada tanto, veo descender la pelusa de los plátanos como una nevada de octubre.

Soy espectador, pero también soy parte de aquello que describo.

Sé que el verde no me pertenece, pero tampoco hago ningún intento de apropiármelo.
Simplemente escucho el murmullo de las hojas (que pareciera que se interesan en mí) y, con la misma naturalidad, contesto con un susurro.

XXI

La dulzura en tu manera de hablar, tus manos pequeñas y tu sonrisa. Tu manera de vestir.
Tu nombre, que engañosamente me hace sentir que sé algo sobre vos.
Estas cosas son las pocas que conozco.
Pero te veo de la misma manera que veo la primera claridad del día.

Contemplo lo que aún desconozco como un viajero que no lleva un mapa consigo y se deja sorprender a cada momento.
No quiero dibujar tu cara en mi pared ni asociar ideas para deducir cómo sos.
No voy a compararte ni a clasificarte.

Quiero descubrir sin preconceptos tu verdadera naturaleza.
Que podamos pasar algún tiempo compartiendo la simpleza de existir en el mismo momento y en el mismo lugar.
Quiero encontrar excusas para hacer conversación y poder soltar las palabras que te hagan sonreír. Contarte mis gustos, mis ideas y mi manera de sentir las cosas.

Hacerte escuchar una canción que nunca hayas oído y hablarte de algo que tengamos en común.

Aún no te conozco.
Sé que si lo hago puedo llegar a necesitar verte y a darme cuenta de que cuando estoy en silencio tu nombre no deja de dar vueltas en mi cabeza.

Mientras tanto, me encuentro a mí mismo diciendo, como el zorro al principito: "por favor, domestícame".

XX

-¿Está todo?
-Creo que sí.
La plaza generalmente se encontraba casi vacía a esa hora de la noche, exceptuando los días de mucho calor. Esta vez, sin embargo, no era la temperatura la que había hecho que los estudiantes de música se reunieran allí. El que había llegado último echó una nueva mirada a la pila de instrumentos musicales que había en medio de ellos. La mayoría eran guitarras, aunque había también dos saxos, un piano eléctrico y uno vertical que habían arrastrado ahí con bastante esfuerzo.
-Sabíamos que pasaría...- dijo alguien con voz entrecortada.
-Quiero decir... de una manera o de otra. No era necesario que fuera ahora, pero si no abandonaba, sería cuando se recibiera.
Siguieron un par de minutos en silencio mientras uno a uno acercaban las partituras que habían podido junutar para encender el fuego. Uno de los más jóvenes, que se había apartado del grupo, regresó trayendo consigo un retrato de Beethoven.
-¡Que arda también! Al final, siempre fue una carga para todos.
Una mano detuvo el cuadro cuando iba a ser dejado en medio de las demás cosas.
-No. El cuadro no. Él no tiene la culpa.
-Pero... dijimos que se terminaba acá.
-Sí, pero para nosotros. ¿Sabés? Creo que ese cuadro es más músico que todos nosotros. Nunca presté demasiada atención a las historias de los compositores, pero creo que él amaba la música. Nosotros somos una farsa.Tal vez algunos habrán empezado la carrera amando la música, queriendo ser cada vez mejores, con ganas de estudiar... pero ahora sabemos que eso no es lo que nos movía.
-Tal vez era una parte.
-Mentís y lo sabés. La razón era ella. Siempre fue ella. Todos los que estamos acá estudiábamos por ella. Nos levantábamos un poco más temprano de la siesta para llegar un rato antes a clases y cruzarla en los pasillos y seguíamos cursando materias que odiábamos profundamente sólo porque la teníamos de compañera. Incluso creo que la mayoría habrá querido recibirse sólo para dar clases en el mismo lugar que ella.
El silencio y las caras serias fueron la única confirmación que hizo falta. Viendo que estaban todos de acuerdo, el que hablaba apartó el retrato y desenroscó la tapa del bidón de querosene. Roció los instrumentos sin decir una palabra y prendió el encendedor.
En ese momento, notaron que alguien más se acercaba caminando. Enseguida lo reconocieron por su forma de andar despreocupada y algo agresiva. Era uno de los pocos estudiantes varones que se había negado a participar, un alumno de piano que tocaba la armónica en una banda de rock.
Se acercó sin saludar, tomó una guitarra bañada en querosene y comenzó a ejecutar un tema medianamente popular mientras hacía ademanes que recordaban a Keith Richards.
-No vengas a burlarte de nosotros- le dijo uno, representando al grupo.
Siguió tocando sin contestarle, mientras canturreaba en voz baja la melodía de la canción. Nunca sonó el último acorde. Cuando todos esperaban que finalizara como siempre lo hacía, tocando las cuerdas con el dedo índice de la más aguda a la más grave, simplemente se detuvo.
-Pensaba que iba a poder. Quería venir y tocar delante de ustedes para demostrarles que yo sí era músico, pero no puedo. Somos iguales.
Metió su mano derecha en el bolsillo izquierdo del desgastado pantalón de jean y sacó una armónica. Amagó llevársela a la boca, pero enseguida la tiró con el resto de los instrumentos.
-¿Se acuerdan de que me decían el hombre de hojalata? Ahí tienen. Soy como ustedes. Mi teclado está ahí en el medio desde temprano, abajo de algunas guitarras.
Habría esperado que le contestaran algo, pero nadie dijo nada. Ya no tenían ganas de expresarse, ni siquiera por medio de la palabra.
Una nueva chispa del encendedor encendió el fuego.
En unos segundos, comenzaron a escucharse los primeros sonidos: cuerdas que perdían su tensión para siempre, maderas que ya no harían de caja de resonancia y que ahora apenas emitían un chasquido al ser devoradas por lenguas anaranjadas...
Sin proponérselo, esa noche fue la única vez que verdaderamente hicieron música.

XIX

La adrenalina corriendo por todo el cuerpo.
Un uniforme sucio y roto, transpirado y manchado de sangre.
La respiración entrecortada, la saliva espesa en la boca.
La necesidad vital de seguir corriendo acompañada de la sensación de que es imposible dar un paso más.

Una explosión.

Silencio.

La urgencia por apuntar el arma y la desesperación de descubrir entre alaridos de dolor que ya no hay arma ni brazo con qué sostenerla.
La impotencia inexplicable al ver pedazos destrozados del propio cuerpo en un charco de sangre en el piso.

La adrenalina corriendo por todo el cuerpo.
Un tropiezo al franquear la puerta de entrada.
El traje oliendo a tabaco y a perfume.
El temor de ser descubierto, el gusto a alcohol en la boca.

Y ella que duerme. Sola.

Con los ojos hinchados de haberse dormido llorando, un frasco de pastillas en la mesa de luz
y el ridículo murmullo de un televisor con el volumen bajo.

¿Era de esto de lo que hablabas cuando me decías que todo vale en el amor y en la guerra?

Camas de un hospital improvisado pobladas de gente inocente.
Mujeres con las vestiduras manchadas de sangre y de asco.
Ancianos que ven destruido todo lo que alguna vez conocieron y amaron.
Hambre.
Parásitos.
Agua contaminada, comida en raciones que son un insulto.
Niños que se duermen llorando de hambre.

Piezas desmembradas de antiguas familias buscando encajar en algún hogar.
Hermanos que dejan de serlo de la noche a la mañana.
La pregunta sin respuesta de por qué mamá dejó de quererlos.
La extrema sensación de soledad y de ser una carga en un mundo que no ofrece ningún lugar que se pueda llamar casa.

¿Era esto de lo que hablabas cuando decías que todo vale?

El olor de la carne humana quemada con electricidad.
El cuerpo adolorido y cansado de haber pecado más allá de las propias fuerzas.
La propia conciencia olvidada para seguir ciegamente las órdenes de un grupo de hombres.
La traición a todo lo que una vez se juró.
La doble blasfemia de destruir templos con civiles adentro.
La bajeza de vivir una doble vida y de acostumbrarse a la mentira.
Prisioneros fusilados en nombre de la paz.
Odio vertido en nombre del amor.
Vidas destrozadas por razones falsas, siempre con un egoísmo enfermo como verdadero móvil.

Basta.
Las grandes palabras no justifican jamás la bajeza de los actos humanos.
¡Basta!
No vale todo en el amor y en la guerra.

XVIII

Que te baje la luna...
¿estás loca?
¿qué no ves que está bien ahí donde está?

No voy a silenciar el canto de los lobos
ni a volver oscuras todas las noches.
No voy a cambiar las mareas sólo porque así lo quieras.

¿Por qué no aceptar las cosas como son a su modo?
¿Todavía no ves que es importante que no esté todo en nuestras manos?
Las nubes viajan por el cielo sin preguntarnos y las tormentas comienzan y terminan sin pedirnos permiso.
Las estaciones pasan mientras no miramos, la vida brota en cada rincón sin esperar nuestro consentimiento.
¿Por qué te asustas de que sea así?

Si me preguntas, yo prefiero que sigan existiendo los eclipses y que siga habiendo lunáticos.
Prefiero que siga habiendo intentos y que siga habiendo errores.

¡Que te baje la luna...!
¿estás loca?
¿qué no ves que esta bien ahí donde está?

Ni la luna, ni el sol, ni siquiera una nube, ni esa estrella chiquita que aparece primero
cuando llega la tarde sin que lo decidamos.

XVII

Mi forma de caminar y el modo en que me siento.
La manera que tengo de saludarte, la expresión que nace en mi cara cuando te miro de frente.
El timbre de mi voz, su calma de algunas veces y su atolondramiento de otras.
Mi sentido del humor muchas veces absurdo y las distintas alturas que produce mi risa.

La simpleza sin arte de ser yo todo el tiempo.
La manera que tengo de tratar con la gente.
Mis gestos al hablar, las palabras que uso con frecuencia.

Las cosas que comprendo y aquellas que ignoro.

Mi singularidad, mis modos y mi esencia. Lo trascendente y lo simple.

Aquí están.

No tengo ningún reino que pueda ofrecerte.
No tengo un caballo del color de la nieve ni pretendo raptarte cuando caiga la noche.
No te ofrezco el vacío de lo predecible ni el acartonamiento de lo que es comparable.

Te ofrezco la belleza sin patrones de lo que verdaderamente existe.

La forma en que la arena se amontona en la playa, la irregularidad única de la letra manuscrita,
la llovizna cayendo caprichosamente sobre nuestras cabezas...

Te ofrezco mucho más que lo que hay en los libros (la vida no es un cuento que escribió algún idiota).

XVI

No logras darte cuenta desde hace cuanto, pero tus ojos ya están abiertos.
Aunque tu cuerpo no empezó a moverse, tu mente está llena de ideas que no tienen forma.
Las ves pasar como a nubes en el cielo, sin ignorarlas, pero sin aferrarte a ellas.

Unas líneas horizontales brillando en tu habitación te juran que ya es de día.

Te mueves en la cama. Estiras un brazo buscando inútilmente alguna señal de la almohada que debe haberte abandonado apenas empezada la noche.

No está.

Notas cómo tus ojos todavía se rehúsan a abrirse del todo y te imaginas como un cachorro que acaba de venir al mundo, pero te sientes más bien como una cría que cayó al agua y que simplemente nada hacia la orilla sin siquiera analizar la situación.

Asimilas las sensaciones sin intentar comprenderlas: la saliva espesa en la boca, la penumbra de la habitación, los sonidos de la calle provocando crujidos en la madera de la persiana.

Aprecias la singularidad de cada cosa y experimentas el despertar del día de hoy como algo único.
Hoy naces.

XV

Escucha.
¿Es el silencio? ¿cómo podremos saberlo?

No podemos seguir pintando en la oscuridad, pero dejar los pinceles ahora sería una cobardía.

Podríamos buscar un poco de luz aunque no sepamos dónde hallarla.
Te propongo caminar.
No puedo decirte hacia dónde, ni qué habrá en el camino, pero tampoco es necesario saberlo.
Me dices que tienes miedo, que necesitas mapas para poder moverte, que una vez tropezaste (o mil) y que no quieres que vuelva a pasar.

No voy a darte razones. Te propongo caminar.
Bebiste agua de una fuente que parecía cristalina y te enfermó. Ahora ya no quieres beber y te estás haciendo daño. Sabes que nadie va a poder ayudarte si no vuelves a confiar, pero prefieres deshidratarte antes que arriesgarte.

Cada vez cierras los ojos con más fuerza y te tapas los oídos para no escuchar. Si dejaras de creer que no te comprenden, tal vez dejarías de dañar a los demás. Estás lanzando golpes contra aquellos que quieren acercarse sólo porque no puedes ver que ellos también están heridos.

Hace tiempo, cuando todavía sonreías, dibujaste un círculo en una hoja de papel y te dijiste "esto es el mundo". A los golpes fuiste descubriendo tu error pero aún hoy te niegas a aceptarlo.

Nos hablaron de colores y nos dieron instrucciones para usarlos, pero nunca nos dejaron combinarlos para buscar nuevas tonalidades. Tal vez sea hora de abrir la ventana y buscar afuera los que queremos usar.

Tal vez sólo debamos observar un poco más.

XIV

La primera gota de lluvia en una tormenta de verano.
El primer esbozo de sonido en el instante inmediatamente posterior a romperse un cristal.
El momento impreciso de quedarse dormido.
¿quién podrá señalarlos?

El matiz que distingue una voz de las otras y la hace inconfundible,
las vetas caprichosas en un corte de madera,
la magia que distingue el arte de la técnica,
la forma subjetiva de apreciar los sabores.

¿Para qué definir lo que existe en sí mismo?
¿por qué buscar patrones que deformen las cosas, limitándolas para darles una apariencia comprensible?

Caminemos por calles sin nombre sin sentirnos perdidos.
Cantemos melodías que no fueron escritas, mezclemos ingredientes sin buscarnos recetas.
Descubramos con ojos abiertos. Escuchemos.
Tal vez podamos apreciar mejor el silencio si dejamos de hablar sobre él.

XIII

Nombres. Imágenes. Palabras.
Aprendo. Reconozco. Interpreto.
Abro los ojos y veo.
Escucho y recibo. Creo.

Las primeras formas que fueron borrosas se vuelven tangibles.
Aparecen otras y no las comprendo. Voy hacia el principio.
Regreso.

Me siento tranquilo. Me siento completo.
Se mueven mis labios, domino el silencio.
Mi cuerpo se mueve y comienza el tiempo.
Hoy todo está quieto.

Luz de la mañana, pareces eterna.
Nunca existió noche ni ocaso tampoco.
Que nadie me diga que el sol no está quieto.
Canto a la mañana. Al mundo sin tiempo.

No sea que el hombre construya medidas.
No sea que intente limitar lo eterno
o quiera encerrar la luz en un cofre
o quiera guiar el rumbo del viento.

No sea que tome un puñado de arena
y crea haber atrapado el desierto.
No sea que invente palabras complejas
y crea entender así el universo.

Que nunca se trabe mi lengua.
Regreso.
Que nunca imagine que entiendo.
Regreso.
Vuelvo hacia el principio.
Escucho, comprendo.
Las formas son simples.

Reposo.

Me duermo.

XII

Sólo unas monedas para el colectivo, no hace falta mucho.
Comenzar el día viéndolo nacer.
Sentarse y contemplar cada rayo de sol en cada ondulación del Río de la Plata.
Saborear el frío como un fruto agrio pero agradable.

No hace falta mucho.

Sólo un pescador y a su lado un balde repleto de nada.
La certeza de estar viviendo en este momento y en este lugar y de habernos encontrado.
Una nube casi invisible en un horizonte que nos parece tan hermoso como distante.
La calle prácticamente vacía. Los ojos cansados de no haber dormido.
La sensación de escuchar las mismas voces o de compartir los mismos silencios.

Un lugar.
Un momento.

Sólo unas monedas, no hace falta mucho.

XI

Una ventana abierta me deja ver la copa de un árbol.
Veo sus hojas verdes moverse detrás de una reja que nos separa.
Un rayo único de sol llega a mi ojo izquierdo.

Frente a mí hay alguien sentado. Veo sus cabellos enrulados de una manera irreal.
Intento ver su cara, pero allí no hay más que una hoja en blanco.

A un lado también hay un espejo. Plateado.
Me veo proyectado en él muchas veces, pero siempre en forma difusa.
Tal vez yo mismo sea un espejo reflejando al que está en la pared
y creando con su ayuda infinitas repeticiones de nosotros mismos.

Miro hacia la esquina de la habitación.
Veo la blancura algo desgastada de la pared.
Junto a ella, solitario: un parlante. Silencio.

Sigo observando. Veo una mesa.
Sobre ella hay un papel esperando ser revelado como una fotografía.
Alguien se acerca y lo levanta.
Veo signos. Están ahí pero no sé descifrarlos.
Deben expresar la realidad de una forma más directa que la que estoy acostumbrado a interpretar.

Sólo observo.

X

Gotas de lluvia.
Escucho su sonido que conozco desde siempre.
Cae una hoja frente a la ventana y no estiro mi brazo para detenerla.
No lucho contra la lluvia, simplemente observo.

Vuelvo a sentirme inquieto.
Comprendo que hay cosas que no están en mis manos pero no me acostumbro a acostumbrarme.
¿qué es lo que espero?

IX

Miro.
Necesito ver un poco más.
Necesito ver algo distinto.

Escucho.
No hay palabras que pueda entender.
Todos los sonidos son balbuceos para mí.

Intento hablar, pero mi boca no responde.
Es la boca de alguien más
que de algún modo consiguió un lugar en mi rostro.

Intento correr pero mis pies caminan.
Veo pasar lentamente las cosas.
Veo más y más repeticiones.

Hombres luchando contra sí mismos.
Dándolo todo, olvidándolo todo por obtener un asiento
desde dónde mirar

y ver pasar, y aplaudir ciegamente
y repetir ideas ajenas, y morir por causas ajenas.
Pero piden un lugar.

Todos quieren sentarse y vivir esa vida.
Un café. Una revista. Un programa en horario central.
Un disco que dicen que hay que escuchar. Y más.

Un rol a seguir. Un papel a interpretar.
Una tarea sucia a cumplir, alguien a quien traicionar,
alguien a quien usar, alguien a quien obedecer.

¿Y después? ¿y ahora?
¿Qué pensarán mañana de lo que hicieron hoy?

¿Quién gritará cuando hayan callado todos?
¿quién podrá pensar claro cuando todos estén borrachos?
¿quién velará cuando todos duerman, si todos son uno?

VIII

¿Quién podría llamarme insensato
si me alegro con un nuevo día?
¿Quién podría tener la torpeza
de pedirme cerrar las ventanas
para no acostumbrarme al sol
que podría marcharse?

Triste aquel que, por nunca caerse,
no se atreve a salir de su silla
pretendiendo blanquear hojas de calendarios
hace tiempo marchitas
o queriendo reunir los pedazos
de un cristal que fue roto.

Saltaré de la cama cuando sienta
que llegó la mañana.
Borraré de mi cara una sombra de barba.
Cantaré una canción con la voz todavía dormida,
correré hasta caerme riendo agotado,
beberé agua de un río, treparé sobre un árbol.

Veré sucia mi ropa
de tierra y de barro.
Tomaré la sustancia del tiempo
en mis manos,
le daré nueva forma
sin tenerlo planeado.

VII

Luces de colores ficticios y abstractos:
semillas sembradas por hábiles manos
ofreciendo frutos que no crecerán,
subastando envases vacíos.

Fábrica perversa de insatisfacción,
triste maquinaria que sigue girando
en medio de nada y sin objetivos,
alcohólica voz que habla sin sentido.

Miles de personas escuchando mudas
a extraños profetas que hablan a los gritos
vendiendo el consumo como un paraíso.

Carteles pegados en cada esquina
ofreciendo grotescas caricaturas
de felicidad.

Cartón pintado.

Nada más.

VI

Amanece.
El sol todavía no se ve salir pero el cielo ya perdió su color oscuro.
Un repartidor deja un diario en una casa en la mitad de la cuadra.
Un colectivo cruza la calle trayendo encarcelado a un chofer solitario.
Una mano suelta un picaporte que, haciendo un suave movimiento, vuelve a su posición de reposo. Un automóvil abandona su madriguera.

Suenan voces en el aire. Voces de diferentes alturas y colores.
Expresan fórmulas conocidas. Desean a alguien o a todos tener un buen día.
Muchas bocas se abren involuntariamente liberando bostezos. Sólo algunos de miles de bostezos que fueron encerrados durante miles de millones de días: reflejos de sueños que no se marcharon, pinceladas sutiles pero evidentes que denotan la falsedad de muchos cuadros; papeles mal desempeñados que delatan a malos actores interpretando roles ajenos.

Pero amanece.
Las ventanas se abren y la luz devora pequeñas oscuridades. El verde de las hojas que no cayeron se hace más visible y más notorio. Unas criaturas aladas se acercan al suelo buscando un humilde tributo en forma de migas de pan que alguien ofrece desinteresadamente.

V

No voy a modelar lo que ya tiene forma ni tampoco a buscar lo que está frente a mí.
No voy a trazar mapas del lugar en que estoy ni a expresar con palabras lo que existe en sí mismo.

Dejo caer mis manos y el mundo sigue en pie.
La luna está en el cielo sin que yo la sostenga.
Abro los ojos.
Veo que es posible observar sin dar nombre a las cosas.
Callo. Escucho.
Percibo cada acorde que conforma el silencio.

Escribo que sueño o sueño que escribo.
Escucho motores.
Mis ojos se cierran y vuelven a abrirse.
No piden permiso.

Nombres en mi mente pasan como nubes.
Duermo (o casi duermo).
Una voz afuera se dirige a alguien
Escucho motores.

Mis ojos cerrados perciben figuras
y algo en el silencio me trae palabras.
Escucho y observo.
Duermo.

IV

A esta hora de la mañana la luz del sol es suave con la suavidad de la luz del sol a esta hora de la mañana. A cada momento el sol es tan cálido como en ese mismo momento.
Un instante.
Una sensación.
Un poco de calidez.
Camino. Cada paso que doy es mi primer paso.

Hoy nazco. Hoy el mundo empieza a existir.
Oigo el sonido de mi voz por primera vez.
El aire entra por mi nariz y por mi boca.
Se siente bien.
Mis ojos miran por primera vez al mundo que existe por primera vez.

Todo es nuevo. Nada tiene nombre porque no lo necesita.

III

Abro los ojos. Hago silencio.
Encuentro sin buscar.
Observo sin analizar.
Una cara de una persona que me saluda aparece delante de mí.
Veo la expresión en su rostro al encontrarme.
Escucho su tono de voz, percibo la forma en que me mira.
Presto atención al sonido que produce mi nombre al sonar en su boca.
Escucho mi propio nombre con atención.

II

Manchas sobre manchas.
Verde.
Tenues pinceladas doradas.
Más verde.

Nidos de luciérnagas que van despertando
y un fuego dorado
que se esconde.

Un río grisáceo de piedra ondulante
repta debajo de mí.
Me lleva consigo.
No puedo soltarme.

Imágenes pasan casi imperceptibles,
sombras de las voces que aclaman lo vano.

Siento junto a mí un rumor constante
mientras adivino el olor de la sal
pasando estos muros que cruza la luz
pero nunca el aire.

Color intermedio que no tiene nombre.
Tiempo entre momentos, línea entre dos puntos
que quedan muy lejos.

I

Que no canten los gallos a mitad de la tarde.
Que no mientan las nubes si es que anuncian tormenta.
Que no pase por recto el ladrón o el corrupto.
Que no ladren los gatos ni maúlle mi perro.

Recobremos el arte de decir la verdad.
Despreciemos lo falso, lo confuso, lo incierto.
Destrocemos las máscaras que hemos creado,
comencemos de nuevo a ser primitivos.

Digamos que sí cuando sea preciso
pero nunca temamos un no verdadero.
Expresemos las dudas que sean sinceras
y seamos los mismos por dentro y por fuera.

¿Por qué dar a entender lo que puede decirse?
¿por qué hablar con palabras cargadas de engaño?
Descubramos el don de poder expresarnos.
Valoremos lo cierto mucho más que lo útil.