miércoles, 23 de julio de 2014

XXXV

Miro por la ventana mientras el viento desordena mi pelo. Veo árboles, caminos, fábricas. Lugares que desconozco y que inútilmente trato de comprender con un solo golpe de vista.

No hay tiempo para más.

El tren avanza y se detiene un momento en la estación. Apenas llego a ver un perro acurrucado debajo de un banco verde, durmiendo ese sueño tranquiulo que sólo conocen los animales y los chicos.

Avanzamos nuevamente.

El paisaje nunca se detiene y vuelvo a ver árboles, gente caminando, casas, autos... No puedo detenerme a inspeccionar nada, no depende de mí. No puedo hacer que el tren retroceda ni hacerlo cambiar su dirección. Podría bajarme en cualquier estación y tomar el tren de regreso, pero no serviría de nada. No podría encontrar los mismos árboles, no podría reconocer las construcciones que hace minutos me llamaron la atención ni encontraría al perro durmiendo.

Mientras estoy en mi asiento, todo me parece lineal, como una mala película o como la manera en que (mintiendo o no) nos dijeron que transcurría la vida.

No sé.

No sé si me gusta viajar en tren.

Las vías ofrecen un camino seguro, pero la seguridad es una forma de limitarnos.
Siento que cada imagen que veo en la ventana es un momento que se fue para siempre, una persona que no conocí, una estación en la que hubiera querido quedarme. Sin embargo, la gente sigue subiendo y bajando del vagón y las caras van cambiando a mi alrededor. A veces siento la tentación de abrir la boca para decirle a los que suben que no lo hagan, que una vez arriba nunca podrán volver, que no se dejen engañar por los carteles de las paradas, que sus nombres son poco descriptivos y no nos dicen adónde se dirige el tren realmente.

Otras veces pienso que es cierto eso de que hay un destino, que el tren va a llegar a algún lugar que existe en realidad y que las vías no fueron diseñadas por un demente ni evolucionaron por azar como una inerte e insensible forma de vida.

Un guardia me pide el boleto y lo marca con una agujereadora sin siquiera mirarlo.

Entonces comprendo.

El boleto no es una garantía, sólo expresa una intención.
No asegura el lugar al que se va a llegar, ni siquiera que se vaya a llegar a alguna parte. Ese pedazo de papel es sólo un talismán, algo que uno guarda sin saber por qué, pero brindándole una confianza casi ciega. Algo que se intenta no perder esperando, sin ninguna razón realmente valedera, que nos guíe a nuestro destino.

Esa falta de certeza me tranquiliza: me da libertad.

Comprendo que puedo elegir. Puedo aferrarme al boleto y creer en sus poderes mágicos, o puedo hacerlo pedazos y bajar cuando quiera.

Por ahora sigo adelante.
Tal vez me aburra y baje en la primera estación.
Mientras tanto, disfruto viendo el verde por la ventana.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario